SEIS ESTUDIOS DE PSICOLOGÍA. PIAGET,J.
SEIS ESTUDIOS DE PSICOLOGÍA
JEAN PIAGET
EL DESARROLLO MENTAL
DEL NIÑO
El
desarrollo psíquico, que se inicia al nacer y concluye en la edad adulta, es
comparable al crecimiento orgánico: al igual que este último, consiste
esencialmente en una marcha hacia el equilibrio. Así como el cuerpo evoluciona
hasta alcanzar un nivel relativamente estable, caracterizado por el final del
crecimiento y la madurez de los órganos, así también la vida mental puede
concebirse como la evolución hacia una forma de equilibrio final representada
por el espíritu adulto. El desarrollo es, por lo tanto, en cierto modo una
progresiva equilibración, un perpetuo pasar de un estado de menor equilibrio a
un estadio de equilibrio superior. Desde el punto de vista de la inteligencia,
es fácil, por ejemplo, oponer la inestabilidad e incoherencia relativas de las
ideas infantiles a la sistematización de la razón adulta. También en el terreno
de la vida afectiva, se ha observado muchas veces cómo el equilibrio de los
sentimientos aumenta con la edad. Las relaciones sociales, finalmente, obedecen
a esta misma ley de estabilización gradual. Sin embargo, hay que destacar desde
el principio la diferencia esencial entre la vida del cuerpo y la del espíritu,
si se quiere respetar el dinamismo inherente a la realidad espiritual. La forma
final de equilibrio que alcanza el crecimiento orgánico es más estática que
aquella hacia la cual tiende el desarrollo mental, y, sobre todo, más
inestable, de tal manera que, en cuanto ha concluido la evolución ascendente,
comienza automáticamente una evolución regresiva que conduce a la vejez. Ahora
bien, ciertas funciones psíquicas, que dependen estrechamente del estadio de
los órganos, siguen una curva análoga: la agudeza visual, por ejemplo, pasa por
un máximum hacia el final de la infancia y disminuye luego, al igual que otras
muchas comparaciones perceptivas que se rigen por esta misma ley. En cambio,
las funciones superiores de la inteligencia y de la afectividad tienden hacia
un "equilibrio móvil", y más estable cuanto más móvil es, de forma
que, para las almas sanas, el final del crecimiento no marca en modo alguno el
comienzo de la decadencia, sino que autoriza un progreso espiritual que no
contradice en nada el equilibrio interior. Así, pues, vamos a intentar
describir la evolución del niño y del adolescente sobre la base del concepto de
equilibrio. Desde este punto de vista, el desarrollo mental es una construcción
continua, comparable al levantamiento de un gran edificio que, a cada elemento
que se le añade, se hace más sólido, o mejor aun, al montaje de un mecanismo
delicado cuyas sucesivas fases de ajustamiento contribuyen a una flexibilidad y
una movilidad de las piezas tanto mayores cuanto más estable va siendo el
equilibrio. Pero entonces conviene introducir una distinción importante entre
dos aspectos complementarios de este proceso de equilibración: es preciso
oponer desde el principio las estructuras variables, las que definen las formas
o estados sucesivos de equilibrio, y un determinado funcionamiento constante
que es el que asegura el paso de cualquier estadio al nivel siguiente. Así, por
ejemplo, cuando comparamos el niño al adulto, tan pronto nos sentimos
sorprendidos por la identidad de las reacciones y hablamos en tal caso de una
"pequeña personalidad"
para
decir que el niño sabe muy bien lo que desea y actúa como nosotros en función
de intereses concretos como descubrimos todo un mundo de diferencias, en el
juego, por ejemplo, o en la forma de razonar, y decimos entonces que "el
niño no es un pequeño adulto". Sin embargo, las dos impresiones son
ciertas, cada una en su momento. Desde el punto de vista funcional, es decir,
considerando los móviles generales de la conducta y del pensamiento, existen
mecanismos constantes, comunes a todas las edades, a todos los niveles, la
acción supone siempre un interés que la desencadena, ya se trate de una
necesidad fisiológica, afectiva o intelectual (la necesidad se presenta en este
último caso en forma de una pregunta o de un problema); a todos los niveles, la
inteligencia trata de comprender o de explicar, etc., etc. Ahora, si bien es
cierto que las funciones del interés, de la explicación, etc., son, como
acabamos de ver, comunes a todos los estadios, es decir,
"invariantes" a título de funciones, no es menos cierto que "los
intereses" (por oposición a "el interés") varían
considerablemente de un nivel mental a otro, y que las explicaciones particulares
(por oposición a la función de explicar) revisten formas muy diferentes según
el grado de desarrollo intelectual. Al lado de las funciones constantes, hay
que distinguir, pues, las estructuras variables, y es precisamente el análisis
de estas estructuras progresivas, o formas sucesivas de equilibrio, el que
marca las diferencias u oposiciones de un nivel a otro de la conducta, desde
los comportamientos elementales del recién nacido hasta la adolescencia. Las
estructuras variables serán, pues, las formas de organización de la actividad mental,
bajo su doble aspecto motor ó intelectual, por una parte, y afectivo, por otra,
así como según sus dos dimensiones individual y social (interindividual). Para
mayor claridad, vamos a distinguir seis estadios o períodos de desarrollo, que
marcan la aparición de estas estructuras sucesivamente construidas: 1. El
estadio de los reflejos, o montajes hereditarios, así como de las primeras
tendencias instintivas (nutrición) y de las primeras emociones. 2. El estadio
de los primeros hábitos motores y de las primeras percepciones organizadas, así
como de los primeros sentimientos diferenciados. 3. El estadio de la
inteligencia sensorio-motriz o práctica (anterior al lenguaje), de las
regulaciones afectivas elementales y de las primeras fijaciones exteriores de
la afectividad. Estos primeros estadios constituyen el período del lactante
(hasta aproximadamente un año y medio a dos años, es decir, antes de los
desarrollos del lenguaje y del pensamiento propiamente dicho). 4.- El estadio
de la inteligencia intuitiva, de los sentimientos interindividuales espontáneos
y de las relaciones sociales de sumisión al adulto (de los dos años a los
siete, o sea, durante la segunda parte de la "primera infancia"). 5.
El estadio de las operaciones intelectuales concretas (aparición de la lógica),
y de los sentimientos morales y sociales de cooperación (de los siete años a
los once o doce). 6. El estadio de las operaciones intelectuales abstractas, de
la formación de la personalidad y de la inserción afectiva e intelectual en la
sociedad de los adultos (adolescencia). Cada uno de dichos estadios se
caracteriza, pues, por la aparición de estructuras originales, cuya
construcción le distingue de los estadios anteriores. Lo esencial de esas
construcciones sucesivas subsiste en el curso de los estadios anteriores en
forma de subestructuras sobre las cuales habrán de edificarse los nuevos
caracteres. De ello se deduce que, en el adulto, cada uno de los estadios
pasados corresponde a un nivel más o menos elemental o elevado de la jerarquía
de las conductas. Sin embargo, cada estado comporta también una serie de
caracteres momentáneos o secundarios, que van siendo modificados por el
anterior desarrollo, en función de las necesidades de una mejor organización.
Cada estado constituye, pues, por las estructuras que lo definen, una forma
particular de equilibrio, y la evolución mental se efectúa en el sentido de una
equilibración cada vez más avanzada. Y ahora podemos comprender lo que son los
mecanismos funcionales comunes a todos los estadios. Puede decirse, de manera
absolutamente general (no sólo por comparación de cada estadio con el
siguiente, sino también por comparación de cada conducta, dentro de cualquier
estado, con la conducta que le sigue) que toda acción - es decir, todo movimiento,
todo pensamiento o todo sentimiento - responde a una necesidad. El niño, en no
menor grado que el adulto, ejecuta todos los actos, ya sean exteriores o
totalmente interiores, movido por una necesidad (una necesidad elemental o un
interés, una pregunta, etc.). Ahora bien, tal como ha indicado Claparede, una
necesidad es siempre la manifestación de un desequilibrio: existe necesidad
cuando algo, fuera de nosotros o en nosotros (en nuestro organismo físico o
mental) ha cambiado, de tal manera que se impone un reajuste de la conducta en
función de esa transformación. Por ejemplo, el hambre o la fatiga provocarán la
búsqueda del: alimento o del descanso; el encuentro con un objeto exterior
desencadenará la necesidad de jugar, su utilización con fines prácticos, o
suscitará una pregunta, un problema teórico; una palabra ajena excitará la
necesidad de imitar, de simpatizar, o dará origen a la reserva y la oposición
porque habrá entrado en conflicto con tal o cual tendencia nuestra. Por el
contrario, la acción termina en cuanto las necesidades están satisfechas, es
decir, desde el momento en que el equilibrio ha sido restablecido entre el
hecho nuevo que ha desencadenado la necesidad y nuestra organización mental tal
y como se presentaba antes de que aquél interviniera. Comer o dormir, jugar o
alcanzar un objetivo, responder a la pregunta o resolver el problema, lograr la
imitación, establecer un lazo afectivo, sostener un punto de vista, son una
serie de satisfacciones que, en los ejemplos anteriores, pondrán fin a la
conducta particular suscitada por la necesidad. Podría decirse que en cada
momento la acción se encuentra desequilibrada por las transformaciones que
surgen en el mundo, exterior o interior, y cada conducta nueva no sólo consiste
en restablecer el equilibrio, sino que tiende también hacia un equilibrio más
estable que el que existía antes de la perturbación. En este mecanismo continuo
y perpetuo de reajuste o equilibración consiste la acción humana, y por esta
razón pueden considerarse las estructuras mentales sucesivas, en sus fases de
construcción inicial, a que da origen el desarrollo, como otras tantas formas
de equilibrio, cada una de las cuales representa un progreso con respecto a la
anterior. Pero hay que entender también que este mecanismo funcional, por
general que sea, no explica el contenido o la estructura de las diversas
necesidades, ya que cada uno de ellos está relacionado con la organización del
nivel en cuestión. Por ejemplo, a la vista de un mismo objeto, podrán
registrarse preguntas muy distintas en un niño pequeño, todavía incapaz de
clasificaciones, y en uno mayor cuyas ideas son más amplias y más sistemáticas.
Los intereses de un niño dependerán, pues, en cada momento del conjunto de las
nociones que haya adquirido, así como de sus disposiciones afectivas, puesto
que dichos intereses tienden a completarlas en el sentido de un mejor
equilibrio. Antes de examinar en detalle el desarrollo, debemos, pues,
limitarnos a establecer la forma general de las necesidades e intereses comunes
a todas las edades.
Puede
decirse, a este respecto, que toda necesidad tiende: 1.0 a incorporar las cosas
y las personas a la actividad propia del sujeto y, por consiguiente, a
"asimilar" el mundo exterior a las estructuras ya construidas, y; 2.0
a reajustar éstas en función de las transformaciones sufridas, y, por
consiguiente, a "acomodarlas" a los objetos externos. Desde este
punto de vista, toda la vida mental, como, por otra parte, la propia vida
orgánica, tiende a asimilar progresivamente el medio ambiente, y realiza esta
incorporación gracias a unas estructuras, u órganos psíquicos, cuyo radio de
acción es cada vez más amplio: la percepción y los movimientos elementales
(aprensión, etc.) dan primero acceso a los objetos próximos en su estadio
momentáneo, luego la memoria y la inteligencia prácticas permiten a la vez
reconstituir su estadio inmediatamente anterior y anticipar sus próximas
transformaciones. El pensamiento intuitivo viene luego a reforzar ambos
poderes. La inteligencia lógica, en su forma de operaciones concretas y
finalmente de deducción abstracta, termina esta evolución haciendo al sujeto
dueño de los acontecimientos más lejanos, tanto en el espacio como en el
tiempo. A cada uno de esos niveles, el espíritu cumple, pues, la misma función,
que consiste en incorporar el universo, pero la estructura de la asimilación,
es decir, las formas de incorporación sucesivas desde la percepción y el
movimiento hasta las operaciones superiores, varía. Ahora bien, al asimilar de
esta forma los objetos, la acción y el pensamiento se ven obligados a
acomodarse a ellos, es decir, a proceder a un reajuste cada vez que hay
variación exterior. Puede llamarse "adaptación" al equilibrio de
tales asimilaciones y acomodaciones: tal es la forma general del equilibrio psíquico,
y el desarrollo mental aparece finalmente, en su organización progresiva, como
una adaptación cada vez más precisa a la realidad. Vamos ahora a estudiar
concretamente las etapas de esta adaptación
EL RECIÉN NACIDO Y EL LACTANTE
El período que va del
nacimiento a la adquisición del lenguaje está marcado por un desarrollo mental
extraordinario. Se ignora a veces su importancia, ya que no va acompañado de
palabras que permitan seguir paso a paso el progreso de la inteligencia y de
los sentimientos, como ocurrirá más tarde. No por ello es menos decisivo para
toda la evolución psíquica ulterior: consiste nada menos que en una conquista,
a través de las percepciones y los movimientos, de todo el universo práctico
que rodea al niño pequeño. Ahora bien, esta "asimilación
sensorio-motriz" del mundo exterior inmediato, sufre, en dieciocho meses o
dos años, toda una revolución copernicana en pequeña escala: mientras que al
comienzo de este desarrollo el recién nacido lo refiere todo a sí mismo, o, más
concretamente, a su propio cuerpo, al final, es decir, cuando se inician el
lenguaje y el pensamiento, se sitúa ya prácticamente como un elemento o un
cuerpo entre los demás, en un universo que ha construido poco a poco y que
ahora siente ya como algo exterior a él. Vamos a describir paso a paso las
etapas de esta revolución copernicana, en su doble aspecto de inteligencia y de
vida afectiva nacientes desde el primero de estos puntos de vista, pueden
distinguirse, como ya hemos visto más arriba, tres estadios entre el nacimiento
y el final de este período: el de los reflejos, el de la organización de las
percepciones y hábitos y el de la inteligencia sensorio-motriz propiamente
dicha. En el momento del nacimiento, la vida mental se reduce al ejercicio de
aparatos reflejos, es decir, de coordinaciones sensoriales y motrices montadas
de forma absolutamente hereditaria que corresponden a tendencias instintivas
tales como la nutrición. Contentémonos con hacer notar, a ese respecto, que
estos reflejos, en la medida en que interesan a conductas que habrán de
desempeñar un papel en el desarrollo psíquico ulterior, no tienen nada de esa
pasividad mecánica que cabría atribuirles, sino que manifiestan desde el
principio una auténtica actividad, que prueba precisamente la existencia de una
asimilación sensorio-motriz precoz. En primer lugar, los reflejos de succión se
afinan con el ejercicio: un recién nacido mama mejor al cabo de una o dos
semanas que al principio. Luego, conducen a discriminaciones o reconocimientos
prácticos fáciles de descubrir. Finalmente y sobre todo, dan lugar a una
especie de generalización de su actividad: el lactante no se contenta con
chupar cuando mama, sino que chupa también en el vacío, se chupa los dedos
cuando los encuentra, después, cualquier objeto que fortuitamente se le
presente, y, finalmente, coordina el movimiento de los brazos con la succión
hasta llevarse sistemáticamente, a veces desde el segundo mes, el pulgar a la
boca. En una palabra, asimila una parte de su universo a la succión, hasta el
punto de que su comportamiento inicial podría expresarse diciendo que, para él,
el mundo es esencialmente una realidad susceptible de ser chupado. Es cierto
que, rápidamente, ese mismo universo habrá de convertirse en una realidad
susceptible de ser mirada, escuchada y, cuando los propios movimientos lo
permitan, sacudida. Pero estos diversos ejercicios reflejos, que son como el
anuncio de la asimilación mental, habrán de complicarse muy pronto al
integrarse en hábitos y percepciones organizadas, es decir, que constituyen el
punto de partida de nuevas conductas, adquiridas con ayuda de la experiencia.
La succión sistemática del pulgar pertenece ya a ese segundo estadio, al igual
que los gestos de volver la cabeza en dirección a un ruido, o de seguir un
objeto en movimiento, etc. Desde el punto de vista perceptivo, se observa,
desde que el niño empieza a sonreír (quinta semana y más), que reconoce a
ciertas personas por oposición a otras, etc. (pero no por esto debemos
atribuirle la noción de persona o siquiera de objeto: lo que reconoce son
apariciones sensibles y animadas, y ello no prueba todavía nada con respecto a
su sustancialidad, ni con respecto a la disociación del yo y el universo
exterior). Entre los tres y los seis meses (generalmente hacia los cuatro meses
y medio), el lactante comienza a coger lo que ve, y esta capacidad de prensión,
que más tarde será de manipulación, multiplica su poder de formar nuevos
hábitos. Ahora bien, ¿cómo se construyen esos conjuntos motores (hábitos)
nuevos, y esos conjuntos perceptivos (al principio las dos clases de sistemas
están unidos: puede hacerse referencia a ellos hablando de ''esquemas
sensorio-motores")? El punto de partida es siempre un ciclo reflejo, pero
un ciclo cuyo ejercicio, en lugar de repetirse sin más, incorpora nuevos
elementos y constituye con ellos totalidades organizadas más amplias, merced a
diferenciaciones progresivas. Ya luego, basta que ciertos movimientos
cualesquiera del lactante alcancen fortuitamente un resultado interesante - interesante
por ser asimilable a un esquema anterior - para que el sujeto reproduzca
inmediatamente esos nuevos movimientos: esta "reacción circular",
como se la ha llamado, tiene un papel esencial en el desarrollo sensorio-motor
y representa una forma más evolucionada de asimilación. Pero lleguemos al
tercer estadio, que es mucho más importante aún para el ulterior desarrollo: el
de la inteligencia práctica o sensorio-motriz propiamente dicha. La
inteligencia, en efecto, aparece mucho antes que el lenguaje, es decir, mucho
antes que el pensamiento interior que supone el empleo de signos verbales (del
lenguaje interiorizado). Pero se trata de una inteligencia exclusivamente
práctica, que se aplica a la manipulación de los objetos y que no utiliza, en
el lugar de las palabras y los conceptos, más que percepciones y movimientos
organizados en "esquemas de acción". Coger un palo para atraer un
objeto que está un poco alejado, por ejemplo, es un acto de inteligencia
(incluso bastante tardío: hacia los dieciocho meses); puesto que un medio, que
aquí es un verdadero instrumento, está coordinado con un objetivo propuesto de
antemano, y ha sido preciso comprender previamente la relación del bastón con
el objetivo para descubrir el medio. Un acto de inteligencia más precoz consistirá
en atraer el objeto tirando de la manta o del soporte sobre el que descansa
(hacia el final del primer año); y podrían citarse otros muchos ejemplos.
Intentemos más bien averiguar cómo se construyen esos actos de inteligencia.
Pueden invocarse dos clases de factores. Primeramente, las conductas anteriores
que se multiplican y se diferencian cada vez más, hasta adquirir una
flexibilidad suficiente para registrar los resultados de la experiencia. Así es
como, en sus "reacciones circulares", el bebe no se contenta ya con
reproducir simplemente los movimientos y los gestos que han producido un efecto
interesante: los varía intencionalmente para estudiar los resultados de esas
variaciones, y se dedica así a verdaderas exploraciones o "experiencias
para ver". Todo el mundo ha podido observar, por ejemplo, el
comportamiento de los niños de doce meses aproximadamente que consiste en tirar
al suelo los objetos, en una dirección, ahora en otra, para analizar las caídas
y las trayectorias. Por otra parte, los "esquemas" de acción,
construidos ya al nivel del estadio precedente y multiplicados gracias a nuevas
conductas experimentales, se hacen susceptibles de coordinarse entre sí, por
asimilación recíproca, a la manera de lo que habrán de ser más tarde las nociones
o conceptos del pensamiento propiamente dicho. En efecto, una acción apta para
ser repetida y generalizada a nuevas situaciones es comparable a una especie de
concepto sensorio-motor: y así es cómo, en presencia de un objeto nuevo para
él, veremos al bebé incorporarlo sucesivamente a cada uno de sus
"esquemas" de acción (sacudirlo, frotarlo, mecerlo, etc.) como si se
tratase de comprenderlo por el uso (es sabido que hacia los cinco y los seis
años los niños definen todavía los conceptos empezando por las palabras
"es para": una mesa "es para escribir encima", etc.).
Existe, pues, una asimilación sensoriomotriz comparable a lo que será más tarde
la asimilación de lo real a través de las nociones y el pensamiento. Es, por
tanto, natural que esos diversos esquemas de acción se asimilen entre sí, es
decir, se coordinen de tal forma que unos asignen un objetivo a la acción
total, mientras que otros le sirven de medios, y con esta coordinación,
comparable a las del estadio anterior, pero más móvil y flexible, se inicia la
etapa de la inteligencia práctica propiamente dicha. Ahora bien, el resultado
de ese desarrollo intelectual es efectivamente, como anunciábamos más arriba,
transformar la representación de las cosas, hasta el punto de hacer dar un giro
completo o de invertir la posición inicial del sujeto con respecto a ellas. En
el punto de partida de la evolución mental no existe seguramente ninguna
diferenciación entre el yo y el mundo exterior, o sea, que las impresiones
vividas y percibidas no están ligadas ni a una conciencia personal sentida como
un "yo", ni a unos objetos concebidos como exteriores: se dan
sencillamente en un bloque indisociado, o como desplegadas en un mismo plano,
que no es ni interno, ni externo, sino que está a mitad de camino entre estos
dos polos, que sólo poco a poco irán oponiéndose entre sí. Pero, a causa
precisamente de esa indisociación primitiva, todo lo que es percibido está
centrado en la propia actividad: el yo se halla al principio en el centro de la
realidad, precisamente porque no tiene conciencia de sí mismo, y el mundo
exterior se objetivará en la medida en que el yo se construya en tanto que
actividad subjetiva o interior. Dicho de otra forma, la conciencia empieza con
un egocentrismo inconsciente e integral, mientras que los progresos de la
inteligencia sensorio-motriz desembocan en la construcción de un universo
objetivo, dentro del cual el propio cuerpo aparece como un elemento entre
otros, y a este universo se opone la vida interior, localizada en ese cuerpo
propio. Cuatro procesos fundamentales caracterizan esta revolución intelectual
que se realiza durante los dos primeros años de la existencia: se trata de las
construcciones de las categorías del objeto y del espacio, de la causalidad y
del tiempo, todas ellas, naturalmente, como categorías prácticas o de acción
pura, y no todavía como nociones del pensamiento. El esquema práctico del
objeto es la permanencia sustancial atribuida a los cuadros sensoriales y, por
consiguiente, de hecho, la creencia según la cual una figura percibida
corresponde a "algo" que seguirá existiendo aun cuando uno deje de
percibirlo. Ahora bien, es fácil demostrar que durante los primeros meses, el
lactante no percibe objetos propiamente dichos. Reconoce ciertos cuadros
sensoriales familiares, eso si, pero el hecho de reconocerlo cuando están
presentes no equivale en absoluto a situarlos en algún lugar cuando se hallan
fuera del campo perceptivo. Reconoce en particular a las personas y sabe muy
bien que gritando conseguirá que vuelva la madre cuando ésta desaparece: pero
ello no prueba tampoco que le atribuya un cuerpo existente en el espacio cuando
él deja de verla. De hecho, en la época en que el lactante empieza a coger todo
lo que ve, no presenta, al principio, ninguna conducta de búsqueda cuando se
cubren los objetos deseados con un pañuelo, y ello a pesar de haber seguido con
la vista todos nuestros movimientos. Más tarde, buscará el objeto escondido,
pero sin tener en cuenta sus sucesivos desplazamientos, como si cada objeto
estuviera ligado a una situación de conjunto y no constituyese un móvil
independiente. Hasta el final del primer año, el bebé no busca los objetos
cuando acaban de salir de su campo de percepción, y éste es el criterio que
permite reconocer un principio de exteriorización del mundo material. En
resumen, la ausencia inicial de objetos sustanciales más la condición de
objetos fijos y permanentes es un primer ejemplo de ese paso del egocentrismo
integral primitivo a la elaboración final de un universo exterior. La evolución
del espacio práctico es enteramente solidaria de la construcción de los
objetos. Al principio, hay tantos espacios, no coordinados entre sí, como
campos sensoriales (espacios bucal, visual, táctil, etc.) y cada uno de ellos
está centrado en los movimientos y actividad propios. El espacio visual, por
ejemplo, no conoce al principio las mismas profundidades que el niño habrá de
construir más adelante. Al final del segundo año, en cambio, existe ya un
espacio general, que comprende a todos los demás, y que caracteriza las
relaciones de los objetos entre sí y los contiene en su totalidad, incluido el
propio cuerpo. La elaboración del espacio se debe esencialmente a la
coordinación de los movimientos, y aquí se ve la estrecha relación que existe
entre este desarrollo y el de la inteligencia sensorio-motriz propiamente
dicha. En su egocentrismo, la causalidad se halla al principio relacionada con
la propia actividad: consiste en la relación - que durante mucho tiempo seguirá
siendo fortuita para el sujeto - entre un resultado empírico y una acción
cualquiera que lo ha producido. Así es como, al tirar de los cordones que
penden del techo de su cuna, el niño descubre el derrumbamiento de todos los
juguetes que allí estaban colgados, y ello le hará relacionar causalmente la
acción de tirar de los cordones y el efecto general de ese derrumbamiento.
Ahora bien, inmediatamente utilizará este esquema causal para actuar a
distancia sobre cualquier cosa: tirará del cordón para hacer continuar un
balanceo que ha observado a dos metros de distancia, para hacer durar un
silbido que ha oído al fondo de la habitación, etc. Esta especie de causalidad
mágica) o "mágicofenomenista" pone bastante de manifiesto el
egocentrismo causal primitivo. En el curso del segundo año, por el contrario,
el niño reconoce las relaciones de causalidad de los objetos entre sí: objetivá
y localiza, pues, las causas. La objetivación de las series temporales es
paralela a la de la causalidad. En suma, en todos los terrenos encontramos esa
especie de revolución copernicana que permite a la inteligencia sensorio-motriz
arrancar el es espíritu naciente de su egocentrismo inconsciente radical para
situarlo en un "universo", por práctico y poco "meditado"
que sea. Ahora bien, la evolución de la afectividad durante los dos primeros
anos da lugar a un cuadro que, en conjunto, se corresponde bastante exactamente
con el que permite establecer el estudio de las funciones motrices y
cognoscitivas. Existe, en efecto, un paralelismo constante entre la vida
afectiva y la vida intelectual. Aquí encontramos un primer ejemplo de ello,
pero habremos de encontrar otros muchos, como veremos, en el curso de todo el
desarrollo de la infancia y de la adolescencia. Esta constatación sólo
sorprende si se divide, con el sentido común, la vida del espíritu en dos
compartimientos estancos: el de los sentimientos y el del pensamiento. Pero
nada más falso ni superficial. En realidad, el elemento al que siempre hay que
remontarse, en el análisis de la vida mental, es la "conducta" propiamente
dicha, concebida, tal como hemos intentado exponer brevemente en nuestra
introducción, como un restablecimiento o un reforzamiento del equilibrio. Ahora
bien, toda conducta supone unos instrumentos o una técnica: los movimientos y
la inteligencia. Pero toda conducta implica también unos móviles y unos valores
finales (el valor de los objetivos): los sentimientos. La afectividad y la
inteligencia son, pues, indisolubles y constituyen los dos aspectos
complementarios de toda conducta humana. Partiendo de esto, está claro que al
primer estadio de las técnicas reflejas corresponderán los impulsos instintivos
elementales ligados a la nutrición, así como esa clase de reflejos afectivos
que son las emociones primarias. Recientemente, en efecto, se va demostrado el
parentesco de las emociones con el sistema fisiológico de las actitudes o
posturas: los primeros miedos, por ejemplo, pueden estar relacionados con
perdidas de equilibrio o contrastes bruscos entre un acontecimiento fortuito y
la actitud anterior. Al segundo estadio (percepciones y hábitos), así como a
los inicios de la inteligencia sensoriomotriz, corresponden una serie de
sentimientos elementales o afectos perceptivos relacionados con las modalidades
de la actividad propia: lo agradable y lo desagradable, el placer y el dolor,
etc., así como también los primeros sentimientos de éxito y de fracaso. En la
medida en que esos estados afectivos dependen de la acción propia y no todavía
de la conciencia de las relaciones mantenidas con las demás personas, ese nivel
de la afectividad denota una especie de egocentrismo general, y crea la
ilusión, si equivocadamente se le atribuye al bebé una conciencia de su yo, de
una especie de amor a sí mismo y de la actividad de ese yo. De hecho, el
lactante comienza a interesarse esencialmente por su cuerpo, sus movimientos y
los resultados de tales acciones. Los psicoanalistas han llamado
"narcisismo" a ese estadio elemental de la afectividad, pero hay que
comprender muy bien que se trata de un narcisismo sin Narciso, es decir, sin
conciencia personal propiamente dicha. Con el desarrollo de la inteligencia, en
cambio, con la elaboración de un universo exterior que ese desarrollo hace
posible, y principalmente con la construcción del esquema del
"objeto", aparece un tercer nivel de la afectividad: está
caracterizado precisamente, para emplear el vocabulario del psicoanálisis, por
la "elección del objeto", es decir, por la objetivación de los
sentimientos y su proyección en otras actividades que no son sólo las del yo.
Señalemos, ante todo, que con el progreso de las conductas inteligentes, los
sentimientos relacionados con la propia actividad se diferencian y se
multiplican: alegrías y tristezas relacionadas con el éxito y el fracaso de los
actos intencionales, esfuerzos e intereses o cansancios y faltas de interés,
etc. Pero esos estados afectivos permanecen durante mucho tiempo ligados, como
los afectos perceptivos, únicamente a las acciones del sujeto, sin delimitación
concreta entre lo que le pertenece específicamente y lo que es atribuible al
mundo exterior, es decir, a otras fuentes posibles de actividad y de
causalidad. En cambio, cuando del cuadro global e indiferenciado de las
acciones y percepciones primitivas destacan cada vez más claramente una serie
de "objetos" concebidos como exteriores al yo e independientes de él,
la conciencia del "yo" empieza a afirmarse a título de polo interior
de la realidad, opuesto a ese otro polo externo u objetivo. Mas, por otra
parte, los objetos son concebidos, por analogía con este yo, como activos,
vivos y conscientes: ello ocurre particularmente con esos objetos
excepcionalmente imprevistos e interesantes que son las personas. Los
sentimientos elementales de alegría y tristeza, de éxito y fracaso, etc.,
habrán de ser entonces experimentados en función precisamente de esa
objetivación de las cosas y las personas; de ahí el inicio de los sentimientos
interindividuales. La "elección (afectiva) del objeto", que el
psicoanálisis opone al narcisismo, es, pues, correlativa con respecto a la
construcción intelectual del objeto, al igual que lo era el narcisismo con
respecto a la indiferenciación entre el mundo exterior. Esta "elección del
objeto" recae, primero, en la persona de la madre, luego (en 10 negativo
como en lo positivo) en la del padre y los demás seres próximos: éste es el
principio de las simpatías y las antipatías que habrán de tener tan amplio
desarrollo en el transcurso del período siguiente'
LA PRIMERA INFANCIA DE LOS DOS A LOS SIETE
AÑOS
Con la aparición del
lenguaje, las conductas resultan profundamente modificadas, tanto en su aspecto
afectivo como en su aspecto intelectual. Además de todas las acciones reales o
materiales que sigue siendo capaz de realizar como durante el período anterior,
el niño adquiere, gracias al lenguaje, la capacidad de reconstruir sus acciones
pasadas en forma de relato y de anticipar sus acciones futuras mediante la
representación verbal. Ello tiene tres consecuencias esenciales para el
desarrollo mental: un intercambio posible entre individuos, es decir, el inicio
de la socialización de la acción; una interiorización de la palabra, es decir,
la aparición del pensamiento propiamente dicho, que tiene como soportes el
lenguaje interior y el sistema de los signos; y, por último, y sobre todo, una
interiorización de la acción como tal, la cual, de puramente perceptiva y
motriz que era hasta ese momento, puede ahora reconstruirse en el plano
intuitivo de las imágenes y de las "experiencias mentales". Desde el
punto de vista afectivo, esto trae consigo una serie de transformaciones
paralelas: desarrollo de los sentimientos interindividuales (simpatías y
antipatías, respeto, etc.) y de una afectividad interior que se organiza de
forma más estable que durante los primeros estadios. Vamos a examinar primero
Sucesivamente estas tres modificaciones generales de la conducta
(socialización, pensamiento e intuición), y luego sus repercusiones afectivas.
Mas, para comprender el detalle de estas múltiples manifestaciones nuevas, es
preciso insistir en su continuidad relativa con respecto a las conductas
anteriores. Cuando interviene la aparición del lenguaje, el niño se ve
enfrentado, no ya sólo con el universo físico como antes, sino con dos mundos
nuevos y por otra parte estrechamente solidarios: el mundo social y el mundo de
las representaciones interiores. Ahora bien, recuérdese que, por lo que hace a
los objetos materiales o cuerpos, el lactante ha empezado con una actitud
egocéntrica, para la cual la incorporación de las cosas a la actividad propia
era más importante que la acomodación, y que sólo poco a poco ha conseguido
situarse en un universo objetivado (en el que la asimilación al sujeto y la
acomodación a lo real se armonizan entre sí): de la misma forma, el niño
reaccionará al principio con respecto a las relaciones sociales y al
pensamiento incipiente con un egocentrismo inconsciente, que es una
prolongación de la actitud del bebé, y sólo progresivamente conseguirá
adaptarse según unas leyes de equilibrio análogas, si bien traspuestas en
función de las nuevas realidades. He aquí por qué, durante toda la primera
infancia, se observa una repetición parcial, a niveles diferentes, de la
evolución ya realizada por el lactante en el plano elemental de las
adaptaciones prácticas. Esta especie de repeticiones, con el desfase de un
plano inferior a otros planos superiores, son extremadamente reveladoras de los
mecanismos íntimos de la evolución mental
A. La socialización de la acción El resultado más claro de la
aparición del lenguaje es que permite un intercambio y una comunicación
continua entre los individuos. Esas relaciones interindividuales sin duda
existen ya en germen desde la segunda mitad del primer año merced a la
imitación, cuyos progresos están en estrecha conexión con el desarrollo
sensorio-motriz. Sabido es, en efecto, que el lactante aprende poco a poco a
imitar sin que exista una técnica hereditaria de la imitación: al principio,
simple excitación, por los gestos análogos de los demás, de los movimientos
visibles del cuerpo (y, sobre todo, de las manos), que el niño sabe ejecutar
espontáneamente; luego, la imitación sensorio-motriz se convierte en una copia
cada vez más fiel de movimientos que recuerdan otros movimientos ya conocidos;
finalmente, el niño reproduce los movimientos nuevos más complejos (los modelos
más difíciles son los que interesan a las partes no visibles del propio cuerpo,
tales como la cara y la cabeza). La imitación de los sonidos sigue un camino
parecido, y cuando están asociados a determinadas acciones, este camino se
prolonga hasta llegar por fin a la adquisición del lenguaje propiamente dicho
(palabras-frases elementales, luego sustantivos y verbos diferenciados y, por
último, frases completas). Mientras el lenguaje no se ha adquirido de forma
definida, las relaciones interindividuales se limitan por consiguiente a la
imitación de gestos corporales y exteriores, así como a una relación afectiva
global sin comunicaciones diferenciadas. Con la palabra, en cambio, se comparte
la vida interior como tal y, además, se construye conscientemente en la misma
medida en que comienza a poder comunicarse. Ahora bien, ¿en qué consisten las
funciones elementales del lenguaje? Es interesante, a este propósito, registrar
íntegramente, en niños de dos a siete años, todo lo que dicen y hacen durante
varias horas, a intervalos regulares, y analizar estas muestras de lenguaje
espontáneo o provocado, desde el punto de vista de las relaciones sociales
fundamentales. De esta forma, pueden ponerse de manifiesto tres grandes
categorías de hechos. Están en primer lugar los hechos de subordinación y las
relaciones de presión espiritual ejercida por el adulto sobre el niño. Con el
lenguaje, el niño descubre, en efecto, las riquezas insospechadas de realidades
superiores a él: sus padres y los adultos que le rodean se le antojaban ya
seres grandes y fuertes, fuente de actividades imprevistas y a menudo
misteriosas, pero ahora estos mismos seres revelan sus pensamientos y sus
voluntades, y este universo nuevo comienza a imponerse con una incomparable
aureola de seducción y de prestigio. Un "yo ideal", como dijo
Baldwin, se propone así al yo del niño y los ejemplos que le vienen de arriba
son otros tantos modelos que hay que intentar copiar o igualar. Lo que se le
da, en especial, son órdenes y consignas, y, como indicó Bovet, el respeto del
pequeño por el mayor es lo que se las hace aceptar y las convierte en
obligatorias. Pero incluso fuera de esos núcleos concretos de obediencia, se
desarrolla toda una sumisión inconsciente, intelectual y afectiva, debida a la
presión espiritual ejercida por el adulto. En segundo lugar, están todos los
hechos de intercambio, con el propio adulto o con los demás niños, y esas
intercomunicaciones desempeñan igualmente un papel decisivo en los progresos de
la acción. En la medida en que conducen a formular la acción propia y a relatar
las acciones pasadas, transforman las conductas materiales en pensamiento. Como
dijo Janet, la memoria está ligada al relato, la reflexión a la discusión, la
creencia al compromiso o a la promesa, y el pensamiento entero al lenguaje
exterior o interior. Solamente que - y ahí es donde aparecen los desfases de
que más arriba hablábamos -, ¿sabe el niño enseguida comunicar enteramente su
pensamiento, y entrar de lleno en el punto de vista de los demás, o bien es
necesario un aprendizaje de la socialización para llegar a una cooperación
real? A este propósito, el análisis de las funciones del lenguaje espontáneo es
profundamente instructivo. Es fácil, en efecto, comprobar cuán rudimentarias
son las conversaciones entre niños y cuán ligadas a la acción material
propiamente dicha. Hasta alrededor de los siete años, los niños no saben
discutir entre sí y se limitan a confrontar sus afirmaciones contrarias. Cuando
tratan de darse explicaciones unos a otros, les cuesta colocarse en el lugar
del que ignora de qué se trata, y hablan como para sí mismos. Y, sobre todo,
les sucede que, trabajando en una misma habitación o sentados a la misma mesa,
hablan cada uno para sí y, sin embargo, creen que se escuchan y se comprenden
unos a otros, siendo así que ese "monólogo colectivo" consiste más
bien en excitarse mutuamente a la acción que en intercambiar pensamientos
reales. Señalemos, finalmente, que los caracteres de este lenguaje entre niños
se encuentran también en los juegos colectivos o juegos con reglamento: en una
partida de bolos, por ejemplo, los mayores se someten a las mismas reglas y
ajustan exactamente sus juegos individuales unos a otros, mientras que los
pequeños juegan cada uno por su cuenta, sin ocuparse de las reglas del vecino.
De ahí una tercera categoría de hechos: el niño pequeño no habla tan sólo a los
demás, sino que se habla a sí mismo constantemente mediante monólogos variados
que acompañan sus juegos y su acción. A pesar de ser comparables a lo que será
más tarde el lenguaje interior continuo del adulto o del adolescente, tales
soliloquios se distinguen de aquél por el hecho de que son pronunciados en voz
alta y por su carácter de auxiliares de la acción inmediata. Estos auténticos
monólogos, al igual que los monólogos colectivos, constituyen más de la tercera
parte del lenguaje espontáneo entre niños de tres y aun cuatro años, y van
disminuyendo regularmente hasta los siete años. En una palabra, el examen del
lenguaje espontáneo entre niños, lo mismo que el examen del comportamiento de
los pequeños en los juegos colectivos, demuestra que las primeras conductas
sociales están a medio camino de la socialización verdadera: en lugar de salir
de su propio punto de vista para coordinarlo con el de los demás, el individuo
sigue inconscientemente centrado en sí mismo, y este egocentrismo con respecto
al grupo social reproduce y prolonga el que ya hemos señalado en el lactante
con relación al universo físico; se trata en ambos casos de una
indiferenciación entre el yo y la realidad exterior, representada aquí por los
demás individuos y no ya únicamente por los objetos, y en ambos casos esta
especie de confusión inicial desemboca en la primacía del punto de vista
propio. En cuanto a las relaciones entre el niño pequeño y el adulto, es
evidente que la presión espiritual (y, a fortiori, material) ejercida por el
segundo sobre el primero no excluye para nada ese egocentrismo a que nos hemos
referido: a pesar de someterse al adulto y situarlo muy por encima de él, el
niño pequeño lo reduce a menudo a su propia escala, a la manera de ciertos
creyentes ingenuos con respecto a la divinidad, y de esta forma llega más que a
una coordinación bien diferenciada, a un compromiso entre el punto de vista
superior y el suyo propio
B. La génesis del pensamiento. En función
de estas modificaciones generales de la acción, asistimos durante la primera
infancia a una transformación de la inteligencia que, de simplemente
sensorio-motriz o práctica que era al principio, se prolonga ahora en
pensamiento propiamente dicho, bajo la doble influencia del lenguaje y de la
socialización. El lenguaje, ante todo, dado que permite al sujeto el relato de
sus actos, le procura a la vez el poder de reconstruir el pasado, y por
consiguiente de evocarlo en ausencia de los objetos a que se referían las
conductas anteriores, y el de anticipar los actos futuros, aún no ejecutados,
hasta sustituirlos a veces por la sola palabra, sin jamás realizarlos este es
el punto de partida del pensamiento. Pero inmediatamente viene a añadírsele el
hecho de que, cómo el lenguaje conduce a la socialización de los actos,
aquéllos que, gracias a él, dan lugar a actos de pensamiento, no pertenecen
exclusivamente al yo que los engendra y quedan de rondón situados en un plano
de comunicación que decuplica su alcance. En efecto, el lenguaje propiamente
dicho es el vehículo de los conceptos y las nociones que pertenecen a todo el
mundo y que refuerzan el pensamiento individual con un amplio sistema de
pensamiento colectivo. Y en él es donde queda virtualmente sumergido el niño
tan pronto como maneja la palabra. Pero ocurre con el pensamiento lo que con
toda la conducta en general: en lugar de adaptarse inmediatamente a las
realidades nuevas que descubre y que construye poco a poco, el sujeto tiene que
comenzar con una incorporación laboriosa de los datos a su yo y a su actividad,
y esta asimilación egocéntrica caracteriza los juicios del pensamiento del
niño, así como los de su socialización. Para ser más exactos, es preciso decir
que, de los dos a los siete años, se dan todas las transiciones entre dos
formas extremas de pensamiento, representadas en cada una de las etapas
recorridas en ese período, la segunda de las cuales va poco a poco imponiéndose
a la primera. La primera de dichas formas es la del pensamiento por mera
incorporación o asimilación, cuyo egocentrismo excluye por consiguiente toda
objetividad. La segunda es la del pensamiento que se adapta a los demás y a la
realidad, preparando así el pensamiento lógico. Entre ambas se hallan
comprendidos casi todos los actos del pensamiento infantil, que oscila entre
estas direcciones contrarias. El pensamiento egocéntrico puro se presenta en
esa especie de juego que cabe llamar juego simbólico. Sabido es que el juego
constituye la forma de actividad inicial de casi toda tendencia, o por lo menos
un ejercicio funcional de esa tendencia que lo activa al margen de su
aprendizaje propiamente dicho y reacciona sobre éste reforzándolo. Puede
observarse, pues, ya mucho antes del lenguaje, un juego de las funciones
sensorio-motrices que es un juego de puro ejercicio, sin intervención del
pensamiento ni de la vida social, ya que no pone en acción más que movimientos
y percepciones. Al nivel de la vida colectiva (de los siete a los doce años),
en cambio, empiezan a aparecer entre los niños juegos con reglamento,
caracterizados por ciertas obligaciones comunes que son las reglas del juego.
Entre ambas formas existe una clase distinta de juegos, muy característica de
la primera infancia, que hace intervenir el pensamiento, pero un pensamiento
individual casi puro, con el mínimo de elementos colectivos: es el juego
simbólico o juego de imaginación y de mutación. Hay numerosos ejemplos: juego
de muñecas, comiditas, etc., etc. Es fácil darse cuenta de que dichos juegos
simbólicos constituyen una actividad real del pensamiento, si bien
esencialmente egocéntrica, es más, doblemente egocéntrica. Su función consiste,
efectivamente, en satisfacer al yo merced a una transformación de lo real en
función de los deseos: el niño que juega a muñecas rehace su propia vida, pero
corrigiéndola a su manera, revive todos sus placeres o todos sus conflictos,
pero resolviéndolos y, sobre todo, compensa y completa la realidad mediante la
ficción. En resumen, el juego simbólico no es un esfuerzo de sumisión del
sujeto a lo real, sino, por el contrario, una asimilación deformadora de lo
real al yo. Por otra parte, incluso cuando interviene el lenguaje en esta
especie de pensamiento imaginativo, son ante todo la imagen y el símbolo los
que constituyen su instrumento. Ahora bien, el símbolo es también un signo, lo
mismo que la palabra o signo verbal, pero es un signo individual, elaborado por
el individuo sin ayuda de los demás y a menudo sólo por él comprendido, ya que
la imagen se refiere a recuerdos y estados vividos, muchas veces íntimos y
personales. En ese doble sentido, pues, el juego simbólico constituye el polo
egocéntrico del pensamiento: puede decirse incluso que es el pensamiento
egocéntrico casi en estado puro, sobrepasado todo lo más por el ensueño y por
los sueños. En el extremo opuesto, se halla la forma de pensamiento más
adaptada a lo real que puede conocer la pequeña infancia, es decir, lo que
podríamos llamar el pensamiento intuitivo: se trata en cierto modo de la
experiencia y la coordinación sensorio-motrices propiamente dichas, aunque
reconstruidas o anticipadas merced a la representación. Volveremos sobre ello
(en C), ya que la intuición es en cierto sentido la lógica de la primera
infancia. Entre estas dos formas extremas, encontramos una forma de pensamiento
simplemente verbal, más seria que el juego, si bien más alejada de lo real que
la intuición misma. Es el pensamiento corriente en el niño de dos a siete años,
y es interesante observar hasta qué punto, de hecho, constituye una
prolongación de los mecanismos de asimilación y la construcción de la realidad,
propios del período preverbal. Para saber cómo piensa espontáneamente el niño
pequeño, no hay método tan instructivo como el de inventariar y analizar las
preguntas que hace, a veces profusamente, casi siempre que habla. Las preguntas
más primitivas tienden simplemente a saber "dónde" se hallan los
objetos deseados y cómo se llaman las cosas poco conocidas: "¿Esto qué
es?" Pero a partir de los tres años, y a veces antes, aparece una forma
esencial de preguntar que se multiplica hasta aproximadamente los siete años:
los famosos "por que de los pequeños, a los que tanto cuesta a veces al
adulto responder. ¿Cuál es su sentido general? La palabra "por qué"
puede tener para el adulto dos significados netamente distintos: la finalidad
("¿por qué toma usted este camino?" O la causa eficiente ("¿por
qué caen los cuerpos?". Todo parece indicar, en cambio, que los "por
qué" de la primera infancia presentan una significación indiferenciada, a
mitad de camino entre la finalidad y la causa, aunque siempre implican las dos
cosas a la vez. "¿Por qué rueda?", pregunta, por ejemplo, un chico de
seis años a la persona que se ocupa de él: y señala una bola que, en una terraza
ligeramente inclinada, se dirige hacia la persona que se halla al final de la
pendiente; entonces se le responde: "Porque hay una pendiente", lo
cual es una respuesta únicamente causal, pero el niño, no satisfecho con esta
explicación, añade una segunda pregunta: "¿Y sabe que tú estás ahí
abajo?" No cabe duda de que no hay que tomar al pie de la letra esta
reacción: el niño no presta seguramente conciencia humana alguna a la bola, y
aunque existe, como tendremos ocasión de ver, una especie de "animismo"
infantil, no puede interpretarse esta frase con un sentido tan burdamente
antropomórfico. Sin embargo, la explicación mecánica no ha satisfecho al niño,
porque él se imagina el movimiento como necesariamente orientado hacia un fin
y, por lo tanto, como confusamente intencional y dirigido: por consiguiente, lo
que quería conocer el niño era, a la vez, la causa y la finalidad del
movimiento de la bola, y por ello este ejemplo es tan representativo de los
"por qué" iniciales. Es más, una de las razones que hacen que a
menudo los "por que' infantiles sean tan difíciles de interpretar para la
conciencia adulta, y que explican nuestras dificultades para responder
satisfactoriamente a los pequeños que esperan de nosotros la luz, es que una
fracción importante de ese tipo de preguntas se refiere a fenómenos o
acontecimientos que no comportan precisamente ningún "por qué",
puesto que son fortuitos. Así es cómo el mismo niño de seis años cuya reacción
ante el movimiento acabamos de ver, se sorprende de que haya encima de Ginebra
dos Salève, siendo así que no hay dos Cervin encima de Zermatt: "¿Por qué
hay dos Saléve?" Otro día, pregunta: "¿Por qué el lago de Ginebra no
llega hasta Berna?" No sabiendo cómo interpretar estas extrañas
cuestiones, hemos preguntado a otros niños de la misma edad qué hubieran
respondido ellos a su compañero. La respuesta, para los pequeños, fue cosa
sencillisima: Hay un Gran Saléve para las grandes excursiones y las personas
mayores y un Pequeño Saléve para los pequeños paseos y para los niños, y si el
lago de Ginebra no llega hasta Berna, es porque cada ciudad debe tener su lago.
Dicho de otro modo, no existe el azar en la naturaleza, ya que todo está
"hecho para" los hombres y los niños, según un plan establecido y
sabio cuyo centro es el ser humano. El "por qué" se propone
averiguar, pues, la "razón de ser" de las cosas, es decir, una razón
a la vez causal y finalista, y precisamente porque hay que tener una razón para
cada cosa, el niño tropieza con los fenómenos fortuitos y hace preguntas a su
respecto. En una palabra, el análisis de cómo el niño pequeño hace las
preguntas demuestra ya claramente el carácter todavía egocéntrico de su
pensamiento, en este nuevo terreno de la representación misma del mundo, por
oposición al de la organización del universo práctico: todo se desarrolla,
pues, como si los esquemas prácticos fuesen transferidos al nuevo plano y se
prolongaran, no sólo en forma de finalismo, como acabamos de ver, sino también
en las formas siguientes. El animismo infantil es la tendencia a concebir las
cosas como vivas y dotadas de intenciones. Es vivo, al principio, todo objeto
que ejerce una actividad, siendo ésta esencialmente relativa a la utilidad para
el hombre: la lámpara que alumbra, el hornillo que calienta, la luna que brilla.
Más tarde, la vida está reservada a los móviles y, por ultimo, a los cuerpos
que parecen moverse por sí mismos como los astros y el viento. A la vida está
ligada, por otra parte, la consciencia, no una consciencia idéntica a la de los
hombres, pero sí el mínimo de saber y de intencionalidad necesarios a las cosas
para llevar a cabo sus acciones y, sobre todo, para moverse o dirigirse hacia
los objetivos que tienen asignados. Así, por ejemplo, las nubes saben que
avanzan, porque traen la lluvia y principalmente la noche (la noche es una gran
nube negra que cubre todo el cielo cuando llega la hora de acostarse). Más
tarde, sólo el movimiento espontáneo está dotado de consciencia. Por ejemplo,
las nubes no saben ya nada "porque el viento las lleva", pero, por lo
que al viento se refiere, hay que precisar: no sabe nada como nosotros
"porque no es una persona", ¡pero "sabe que sopla, porque él es
quien sopla! Los astros son particularmente inteligentes: la luna nos sigue
durante nuestros paseos y vuelve atrás cuando emprendemos el camino de regreso.
Un sordomudo, estudiado por W. James, pensaba incluso que la luna lo denunciaba
cuando robaba algo por la noche, y llegó en sus reflexiones hasta a preguntarse
si no tendrían relación con su propia madre, muerta poco antes. En Cuanto a los
niños normales, casi todos se creen acompañados por ella, y este egocentrismo
les impide pensar en lo que haría la luna en presencia de paseantes que
avanzaran en sentido contrario uno de otro: después de los siete años, por el contrario,
esta pregunta basta para llevarles a la opinión de que los movimientos de la
luna son sólo aparentes cuando su disco nos sigue. Es evidente que semejante
animismo resulta de una asimilación de las cosas a la propia actividad, al
igual que el finalismo que hemos visto más arriba. Pero así como el
egocentrismo sensorio-motor del lactante resulta de una indiferenciación entre
el yo y el mundo exterior, y no de una hipertrofia narcisista de la conciencia
del yo, así también el animismo y el finalismo expresan una confusión o
indisociación entre el mundo interior o subjetivo y el universo físico, y no
una primacía de la realidad psíquica interna. En efecto, si el niño pequeño
anima los cuerpos inertes, materializa en cambio la vida del alma: el pensamiento
es para él una voz, la voz que está en la boca o "una vocecilla que está
detrás", y esa voz es "viento" (cf. los términos antiguos de
"anima", "psyche", "ruach", etc.). Los sueños son
imágenes, en general algo inquietantes, que envían las luces nocturnas ('a
luna, los faroles) o el aire mismo, y que llenan la habitación. O, más tarde,
son concebidos como algo procedente de nosotros, pero siguen siendo imágenes,
que están en nuestra cabeza cuando estamos despiertos y que salen de ella para
posarse encima de la cama o en la habitación tan pronto como nos dormimos.
Cuando uno se ve a sí mismo en sueños, es que se desdobla: uno está en la cama,
mirando el sueño, pero también está "en el sueño", a titulo de doble
inmaterial o de imagen. No creemos, por nuestra parte, que estas conciencias
entre el pensamiento infantil y el pensamiento primitivo (más adelante habremos
de ver el parecido con la física griega) se deban a ningún tipo de herencia: la
permanencia de las leyes del desarrollo mental basta para explicar estas
coincidencias, y como todos los hombres, incluidos los "primitivos",
han empezado por ser niños, el pensamiento del niño precede al de nuestros más
lejanos antepasados tanto como al nuestro. Con el finalismo y el asimismo cabe
relacionar el artificialismo o creencia de que las cosas han sido construidas
por el hombre, o por una actividad divina análoga a la forma de fabricación
humana. Esto en nada contradice al asimismo, en la mente de los pequeños, ya
que, según ellos, los bebés mismos son, a la vez, algo construido y
perfectamente vivo. Todo el universo está hecho de esta forma: las montañas
"crecen" porque se han plantado las piedras después de fabricarlas;
los lagos han sido excavados y, hasta muy tarde, el niño se imagina que las ciudades
han existido antes que sus lagos, etc., etc. Por último, toda la causalidad,
que se desarrolla durante la primera infancia, participa de esos mismos
caracteres de indiferenciación entre lo psíquico y lo físico y de egocentrismo
intelectual. Las leyes naturales accesibles al niño se confunden con las leyes
morales y el determinismo con la obligación: los barcos flotan porque tienen
que flotar, y la luna no alumbra más que por la noche "porque no es ella
quien manda". El movimiento es concebido como un estado transitorio que
tiende hacia una meta que le pone fin: los torrentes fluyen porque tienen
impulso para ir a los lagos, pero ese impulso no les permite volver a subir a
la montaña. La noción de fuerza, en particular, da lugar a curiosas
observaciones: activa y sustancial, es decir, ligada a cada cuerpo e
intransmisible, explica, como en la física de Aristóteles, el movimiento de los
cuerpos por la unión de un disparador externo y de una fuerza interior, ambos
necesarios: por ejemplo, las nubes las lleva el viento, pero ellas mismas hacen
viento al avanzar. Esta explicación, que recuerda el famoso esquema
peripatético del movimiento de los proyectiles, la extiende el niño también a
estos últimos: si una pelota no cae en seguida al suelo cuando una mano la
tira, es que se la ha llevado el viento que hace la mano al desplazarse y
también el que la propia pelota hace refluir tras sí al moverse. Así también el
agua de los arroyos es movida por el impulso que toman en contacto con los
guijarros por encima de los cuales tiene que pasar, etc. Podemos ver, en suma,
hasta qué punto son coherentes entre sí dentro de su prelogismo las diversas
manifestaciones de este pensamiento incipiente. Consisten todas ellas en una
asimilación deformadora de la realidad a la actividad propia: los movimientos
están dirigidos hacia un objetivo, porque los movimientos propios así están
orientados; la fuerza es activa y sustancial porque así es la fuerza muscular;
la realidad es animada y viva, las leyes naturales se equiparan a la obediencia,
en una palabra, todo está calcado sobre el modelo del yo. Estos esquemas de
asimilación egocéntrica, a los cuales se da rienda suelta en el juego simbólico
y que dominan todavía hasta tal extremo el pensamiento verbal, ¿no son, sin
embargo, susceptibles de acomodaciones más precisas en ciertas situaciones
experimentales? Esto es lo que vamos a ver ahora a propósito del desarrollo de
los mecanismos intuitivos.
C. La intuición Hay
una cosa que sorprende en el pensamiento del niño pequeño: el sujeto afirma constantemente
y no demuestra jamás. Señalemos, por otra parte, que esta ausencia de la prueba
deriva naturalmente de los caracteres sociales de la conducta de esa edad, es
decir, del egocentrismo concebido como indiferenciación entre el punto de vista
propio y el de los demás. En efecto, las pruebas se aducen siempre ante y para
otras personas, mientras que, al principio, uno mismo se cree lo que dice sin
necesidad de pruebas, y ello ocurre antes precisamente de que los demás nos
hayan enseñado a discutir las objeciones y antes de que uno haya interiorizado
la conducta en esa forma de discusión interior que es la reflexión. Cuando
preguntamos algo a niños de menos de siete años, nos sorprende siempre la
pobreza de sus pruebas, su incapacidad de fundar las afirmaciones, e incluso su
dificultad para reconstruir retrospectivamente la forma en que han llegado a
ellas. Asimismo el niño de cuatro a siete años no sabe definir los conceptos
que emplea y se limita a designar los objetos correspondientes o a definir por
el uso ("es para..."), bajo la doble influencia del finalismo y de la
dificultad de justificación. Se me responderá sin duda que el niño de esa edad
no es un verbal y que su verdadero campo es todavía el de la acción y la
manipulación. Lo cual es cierto, pero, ¿acaso es mucho más lógico en ese
terreno mismo? Distinguiremos dos casos: el de la inteligencia propiamente
"práctica" y el del pensamiento que tiende al conocimiento, sí bien
en el terreno experimental. Existe una "inteligencia práctica", que
desempeña un papel considerable entre los dos y los siete años y que, por una
parte, prolonga la inteligencia sensorio-motriz del período prevería y, por
otra, prepara las nociones técnicas que habrán de desarrollarse hasta la edad
adulta Se ha estudiado mucho esa inteligencia práctica incipiente mediante
ingeniosos dispositivos (hasta alcanzar objetos con ayuda de instrumentos
varios: palos, ganchos, pulsadores, etc.) y se ha comprobado efectivamente que
el niño está a menudo más adelantado en actos que en palabras. Pero, incluso en
este terreno práctico, se han encontrado también toda clase de comportamientos
primitivos, que recuerdan en términos de acción las conductas prelógicas
observadas en el pensa. miento del mismo nivel (A. Rey). Volvamos, pues, al pensamiento
propio de este periodo del desarrollo, e intentemos analizarlo en el terreno,
no ya verbal, sino experimental. ¿Cómo se comportará el niño en presencia de
experiencias concretas, con manipulación de material, pudiendo cada afirmación
ser controlada por un contacto directo con los hechos? ¿Razonará lógicamente, o
conservarán los esquemas de asimilación parte de su egocentrismo, al tiempo que
se acomodan, en la medida de su capacidad, a la experiencia en curso? El
análisis de un gran número de hechos ha resultado ser decisivo: hasta alrededor
de los siete años, el niño sigue siendo prelógico y suple la lógica por el
mecanismo de la intuición, simple interiorización de las percepciones y los
movimientos en forma de imágenes representativas y de "experiencias
mentales", que prolongan por tanto los esquemas sensorio-motores sin
coordinación propiamente racional. Partamos de un ejemplo concreto. Presentemos
a los sujetos seis u ocho fichas azules, alineadas con pequeños intervalos de
separación, y pidámosles que encuentren otras tantas fichas rojas en un montón
que pondremos a su disposición. Entre cuatro y cinco años, por término medio,
los pequeños construirán una hilera de fichas rojas exactamente de la misma
longitud que la de las fichas azules, pero sin ocuparse del número de
elementos, ni hacer corresponder una por una las fichas rojas y las azules.
Tenemos aquí una forma primitiva de intuición, que consiste en valorar la
cantidad sólo por el espacio ocupado, es decir, por las cualidades perceptivas globales
de la colección tomada como modelo, sin preocuparse del análisis de las
relaciones. Entre los cinco y los seis años, en cambio, se observa una reacción
mucho más interesante: el niño pone una ficha roja delante de cada ficha azul y
concluye de esa correspondencia término a término la igualdad de ambas
colecciones. Pero bastará separar un poco las fichas de los extremos de la
hilera de las rojas, de tal manera que no estén ya exactamente delante de las
fichas azules, sino ligeramente a un lado, para que entonces el niño, que, sin
embargo, ha visto perfectamente que no hemos quitado ni añadido nada, estime
que las dos colecciones ya no son iguales y afirme que la hilera más larga
contiene "más fichas". Si amontonamos sencillamente una de las dos
hileras sin tocar la otra, la equivalencia de ambas colecciones se pierde aún
más. En resumen, hay equivalencia mientras hay correspondencia visual u óptica,
pero la igualdad no se conserva por correspondencia lógica: no hay pues aquí
operación racional alguna, sino simple intuición. Esta intuición es articulada
y no ya global, pero sigue siendo intuición, es decir, que está sometida a la
primacía de la percepción. ¿En qué consisten tales intuiciones? Otros dos
ejemplos nos permitirán verlo: 1. He aquí tres bolas de tres colores
diferentes, A, B y C, que circulan por un tubo: viéndolas desaparecer siguiendo
el orden A B C, los pequeños esperan volverlas a encontrar por este mismo orden
al otro lado del tubo. La intuición es pues exacta. Pero, ¿y si inclinamos el tubo
hacia el lado por el que entraron las bolas? Los más jóvenes no prevén el orden
C B A y quedan muy sorprendidos al verlo realizado. Cuando saben preverlo por
una intuición articulada, se imprime entonces al tubo un movimiento de
semirotación y los niños deberán entonces comprender que la ida dará C B A y la
vuelta, A B C: ahora bien, no solamente no lo comprenden, sino que, al ver que
ora A, ora C, salen las primeras, esperan ver surgir luego en cabeza la bola
intermedia B. 2. Dos móviles siguen el mismo camino en la misma dirección y uno
adelanta al otro: a cualquier edad, el niño concluye que "va más
deprisa". Pero si el primero recorre en el mismo tiempo un camino más
largo sin alcanzar al segundo o si van en sentido inverso o si siguen uno al
lado del otro dos pistas circulares concéntricas, el niño no comprende ya esa
desigualdad de velocidad, aunque las diferencias dadas entre los caminos
recorridos sean muy grandes. La intuición de la velocidad se reduce por lo
tanto a la del adelantamiento efectivo y no alcanza la relación de los tiempos
y espacios recorridos. ¿En qué consisten, pues, estas intuiciones elementales
de la correspondencia espacial u óptica, del orden directo A B C o del
adelantamiento? Son sencillamente esquemas sensorio-motores, aunque traspuestos
o interiorizados en representaciones. Son imágenes o imitaciones de lo real, a
medio camino entre la experiencia efectiva y la "experiencia mental",
y no son todavía operaciones generalizables y combinables entre sí. ¿Qué les
falta a esas intuiciones para ser operatorias y transformarse así en un sistema
lógico? Simplemente prolongar en ambos sentidos la acción ya conocida por el
sujeto hasta convertirse en móviles y reversibles. Lo que caracteriza a las
intuiciones primarias es, en efecto, que son rígidas e irreversibles: son
comparables a esquemas perceptivos y a actos habituales, que aparecen en bloque
y que no pueden alterarse. Todo hábito es, en efecto, irreversible: por
ejemplo, escribimos de izquierda a derecha y haría falta todo un nuevo
aprendizaje para poder hacerlo de derecha a izquierda (y viceversa para los
árabes). Lo mismo ocurre con las percepciones, que siguen el curso de las
cosas, y con los actos de inteligencia sensorio-motriz que, también, tienden
hacia un objetivo y no vuelven atrás (excepto en ciertos casos privilegiados).
Es, pues, muy normal que el pensamiento del particular, cuando interioriza
percepciones o movimientos en particular cuando interioriza percepciones o
movimientos en forma de experiencias mentales, éstas sean poco móviles y poco
reversibles. La intuición primaria es por tanto, únicamente un esquema
sensorio-motor traspuesto a acto de pensamiento, y hereda de él lógicamente sus
caracteres. Pero éstos constituyen una adquisición positiva, y bastará prolongar
esa acción interiorizada en el sentido de la movilidad reversible para
transformarla en "operación". La intuición articulada avanza
efectivamente en esa dirección. Mientras que la intuición primaria no es más
que una acción global, la intuición articulada va más allá en la doble
dirección de una anticipación de las consecuencias de esa acción y de una
reconstrucción de los estados anteriores. No cabe duda de que sigue siendo
irreversible: basta alterar una correspondencia óptica para que el niño no
pueda volver a colocar los elementos del pensamiento en su primitivo orden;
basta dar media vuelta al tubo para que el orden inverso escape al sujeto, etc.
Pero este comienzo de anticipación y de reconstrucción prepara la
reversibilidad: constituye una regulación de las intuiciones iniciales y esta
regulación anuncia las operaciones. La intuición articulada puede, por lo
tanto, alcanzar un equilibrio más estable y a la vez más móvil que la acción
sensorio-motriz, y en esto reside el gran progreso del pensamiento propio de
este estadio con respecto a la inteligencia que precede al lenguaje. Comparada
con la lógica, la intuición es, pues, un equilibrio menos estable por falta de
reversibilidad, pero comparada con los actos preverbales, marca una conquista
indudable.
D. La vida afectiva
Las transformaciones de la acción surgidas de los inicios de la socialización
no interesan sólo a la inteligencia y al pensamiento, sino que repercuten con
la misma profundidad en la vida afectiva. Como hemos entrevisto, existe, a
partir del período preverbal, un estrecho paralelismo entre el desarrolló de la
afectividad y el de las funciones intelectuales, ya que se trata de dos
aspectos indisociables de cada acto: en toda conducta, en efecto, los móviles y
el dinamismo energético se deben a la afectividad, mientras que las técnicas y
el acoplamiento de los medios empleados constituyen el aspecto cognoscitivo
(sensorio-motor o racional). No existe, pues, ningún acto puramente intelectual
(intervienen sentimientos múltiples, por ejemplo, en la resolución de un
problema matemático: intereses, valores, impresiones de armonía, etc.) y no hay
tampoco actos puramente afectivos (el amor supone la comprensión), sino que
siempre y en todas partes, tanto en las conductas relativas a los objetos como
en las relativas a las personas, ambos elementos intervienen porque uno supone
al otro. Lo que hay son espiritus que se interesan más por las personas que por
las cosas o las abstracciones y otros a la inversa, y ello es la causa de que
los primeros parezcan más sentimentales y los otros más secos, pero se trata
simplemente de otras conductas y otros sentimientos, y ambos emplean
necesariamente a la vez su inteligencia y su afectividad. En el nivel del
desarrollo que estamos considerando ahora, las tres novedades afectivas
esenciales son el desarrollo de los sentimientos interindividuales (afectos,
simpatías y antipatías) ligados a la socialización de las acciones, la
aparición de los sentimientos morales intuitivos surgidos de las relaciones
entre adultos y niños, y las regulaciones de intereses y valores, relacionadas
con las del pensamiento intuitivo en general. Comencemos por este tercer
aspecto, que es el más elemental. El interés es la prolongación de las
necesidades: es la relación entre un objeto y una necesidad, ya que un objeto
es interesante en la medida en que responde a una necesidad. El interés es pues
la orientación propia de todo acto de asimilación mental: asimilar mentalmente
es incorporar un objeto a la actividad del sujeto, y esa relación de
incorporación entre el objeto y el yo no es otra cosa que el interés en el
sentido más directo de la palabra ("intereses"). Como tal, el interés
se inicia con la vida psíquica misma y desempeña en especial un papel
importantísimo en el desarrollo de la inteligencia sensorio-motriz. Pero, con
el desarrollo del pensamiento intuitivo, los intereses se multiplican y se
diferencian y, en particular, dan lugar a una disociación progresiva entre los
mecanismos energéticos que implica el interés y los mismos valores que
engendra. El interés, como es sabido, se presenta bajo dos aspectos
complementarios. Por una parte, es un regulador de energía, como ha demostrado
Claparède: su intervención moviliza las reservas internas de fuerza, y basta
que un trabajo interese para que parezca fácil y la fatiga disminuya. Ésta es
la razón, por ejemplo, de que los colegiales den un rendimiento indefinidamente
mejor a partir del momento en que se apela a sus intereses y en cuanto los
conocimientos propuestos corresponden a sus necesidades. Pero, por otra parte,
el interés implica un sistema de valores, que el lenguaje corriente llama
"los intereses" (por oposición a "el interés") y que se
diferencian precisamente en el curso del desarrollo mental asignando objetivos
cada vez más complejos a la acción. Ahora bien, dichos valores dependen de otro
sistema de regulaciones, que rige a las energías interiores sin depender
directamente de ellas, y que tiende a asegurar o restablecer el equilibrio del
yo completando sin cesar la actividad mediante la incorporación de nuevas
fuerzas o nuevos elementos exteriores. Así es como, durante la primera
infancia, se observarán intereses por las palabras, por el dibujo, por las
imágenes, los ritmos, por ciertos ejercicios físicos, etc., etc., y todas estas
realidades adquieren valor para el sujeto a medida que aparecen sus
necesidades, que, a su vez, dependen del equilibrio mental momentáneo y sobre
todo de las nuevas incorporaciones necesarias para mantenerlo. A los intereses
o valores relativos a la actividad propia están ligados muy de cerca los
sentimientos de auto-valoración: los famosos "sentimientos de
inferioridad" o de superioridad. Todos los éxitos y todos los fracasos de
la actividad propia se inscriben en una especie de escala permanente de
valores, los éxitos para elevar las pretensiones del sujeto y los fracasos para
rebajarías con vistas a las acciones futuras. De ahí que el individuo vaya
formándose poco a poco un juicio sobre sí mismo que puede tener grandes
repercusiones en todo el desarrollo. En especial, ciertas ansiedades son
debidas a fracasos reales y sobre todo imaginarios. Pero el sistema constituido
por estos múltiples valores condiciona especialmente las relaciones afectivas
interindividuales. Así como el pensamiento intuitivo o representativo está
ligado, merced al lenguaje y a la existencia de signos verbales, con los
intercambios intelectuales entre individuos, así también los sentimientos
espontáneos de persona a persona nacen de un intercambio cada vez más rico de
valores. Desde el momento en que la comunicación del niño con su medio se hace
posible, comenzará a desarrollarse un juego sutil de simpatías y antipatías,
que habrá de completar y diferenciar indefinidamente los sentimientos
elementales ya observados durante el estadio anterior. Por regla general, habrá
simpatía hacia las personas que respondan a los intereses del sujeto y que lo
valoren. La simpatía supone pues, por una parte, una valoración mutua y, por
otra, una escala común de valores que permita los intercambios. Esto es lo que
el lenguaje expresa diciendo que la gente que se quiere "se
entiende", "tiene los mismos gustos", etc. Y sobre la base de
esa escala común se efectuarán precisamente las valoraciones mutuas. Por el
contrario, la antipatía nace de la desvaloración, y ésta se debe a menudo a la
ausencia de gustos comunes o de escala común de valores- Basta observar al niño
pequeño en la elección de sus primeros camaradas o en su reacción ante los
adultos extraños a la familia para poder seguir el desarrollo de esas
valoraciones interindividuales. En cuanto al amor del niño hacia los padres,
los lazos de la sangre estarían muy lejos de poder explicarlo sin esa
comunicación intima de valoración que hace que casi todos los valores de los
pequeños dependan de la imagen de la madre o del padre. Ahora bien, entre los
valores interindividuales así constituidos, hay algunos que merecen destacarse:
son precisamente los que el niño pequeño reserva para aquéllos que juzga
superiores a él: ciertas personas mayores y los padres. Un sentimiento
particular corresponde a esas valoraciones unilaterales: el respeto, que es un
compuesto de afecto y de temor, y es de notar que el temor marca precisamente
la desigualdad que interviene en esta relación afectiva. Pero el respeto, como
ha demostrado Bovet, es el origen de los primeros sentimientos morales. Basta,
en efecto, que los seres respetados den al que les respeta órdenes y, sobre
todo, consignas, para que éstas se conviertan en obligatorias y engendren, por
lo tanto, el sentimiento del deber. La primera moral del niño es la de la
obediencia y el primer criterio del bien es, durante mucho tiempo, para los
pequeños, la voluntad de los padres (1). Los valores morales así constituidos
son, pues, valores normativos, en el sentido de que no están ya determinados
por simples regulaciones espontáneas, a la manera de las simpatías o
antipatías, sino que, gracias al respeto, emanan de reglas propiamente dichas.
¿Pero cabe concluir de ello que, a partir de la primera infancia, los sentimientos
interindividuales son susceptibles de alcanzar el nivel de lo que llamaremos en
adelante operaciones afectivas por comparación con las operaciones lógicas, es
decir, sistemas de valores morales que se implican racionalmente unos en otros
como es el caso en una conciencia moral autónoma? No parece ser así, ya que los
primeros sentimientos morales del niño siguen siendo intuitivos, a la manera
del pensamiento propio de todo este periodo del desarrollo. La moral de la
primera infancia, en efecto, no deja de ser heterónoma, es decir, que sigue
dependiendo de una voluntad exterior que es la de los seres respetados o los
padres. Es interesante, a este propósito, analizar las valoraciones del niño en
un terreno moral tan bien definido como el de la mentira. Gracias al mecanismo
del respeto unilateral, el niño acepta y reconoce la regla de conducta que
impone la veracidad mucho antes de comprender por sí mismo el valor de la
verdad y la naturaleza de la mentira. A través de sus hábitos de juego y de
imaginación, así como de toda la actitud espontánea de su pensamiento, que
afirma sin pruebas y asimila lo real a la actividad propia sin preocuparse por
la objetividad verdadera, el niño pequeño llega a deformar la realidad y
doblegaría a sus deseos. Y así le ocurre que tergiversa una verdad sin
sospecharlo y esto es lo que se ha llamado la "pseudo-mentira" de los
pequeños (la "Scheinlúge" de Stern). Sin embargo, acepta la regla de
veracidad y reconoce como legítimo que se le reproche o castigue por sus
mentiras. Pero, ¿cómo valora estas últimas? En primer lugar, los pequeños
afirman que mentir no tiene nada de 'feo" cuando uno se dirige a los
amigos y que sólo la mentira dirigida a los mayores es condenable, ya que son
ellos los que la prohiben. Pero luego, y esto es más importante, se imaginan
que una mentira es tanto más fea cuanto más la falsa afirmación se aleja de la
realidad, y ello independientemente de las intenciones en juego. Pedimos, por
ejemplo, al niño que compare dos mentiras: contar a su madre que ha tenido una
buena nota en el colegio, siendo así que no le han preguntado la lección, o
contar a su madre, después de haberlo asustado un perro, que éste era tan
grande como una vaca. Los pequeños comprenden muy bien que la primera mentira
está destinada a obtener una recompensa inmerecida, mientras que la segunda es
una simple exageración. Sin embargo, la primera es "menos fea" porque
a veces ocurre que a uno le ponen una buena nota y, sobre todo, como la
afirmación es verosímil, la madre misma ha podido engañarse. La segunda
"mentira", en cambio, es más fea y merece un castigo más ejemplar,
puesto que "no existen perros tan grandes". Estas reacciones que
parecen ser bastante generales (han sido en especial confirmadas recientemente
por un estudio realizado en la Universidad de Lovaina) son altamente,
instructivas: muestran hasta qué punto los primeros valores morales están
calcados sobre la regla recibida, merced al respeto unilateral, y lo que es
más, sobre esta regla tomada al pie de la letra, pero no comprendía. Para que
los mismos valores se organicen en un sistema a la vez coherente y general,
será preciso que los sentimientos morales adquieran cierta autonomía y, para
ello, que el respeto deje de ser unilateral para convertirse en mutuo: es
precisamente el desarrollo de dicho sentimiento entre compañeros o iguales el
que hará que la mentira a un amigo sea sentida como tan "fea" o
incluso más que la del niño al adulto. En resumen, intereses,
auto-valoraciones, valores interindividuales espontáneos y valores morales
intuitivos, he aquí, a lo que parece, las principales cristalizaciones de la
vida afectiva propia de este nivel del desarrollo
LA
INFANCIA DE SIETE A DOCE AÑOS
La edad de siete años, que coincide con el principio de la
escolaridad propiamente dicha del niño, marca un hito decisivo en el desarrollo
mental. En cada uno de los aspectos tan complejos de la vida psíquica, ya se
trate de la inteligencia o de la vida afectiva, de relaciones sociales o de
actividad propiamente individual, asistimos a la aparición de formas de
organización nuevas, que rematan las construcciones esbozadas en el curso del
período anterior y les aseguran un equilibrio más estable, al mismo tiempo que
inauguran una serie ininterrumpida de construcciones nuevas. Seguiremos, para
no perdernos en este laberinto, el mismo camino que en las partes que
anteceden, partiendo de la acción global a la vez social e individual, y
analizando luego los aspectos intelectuales y después los afectivos de este
desarrollo. A. Los progresos de la conducta y de su socialización Cuando
visitamos varias clases en un colegio "activo" donde los niños tienen
libertad para trabajar en grupo y también individualmente y donde se les
permite hablar durante el trabajo, no puede dejar de sorprendernos la diferencia
entre los medios escolares superiores a siete años y las clases inferiores. Por
lo que a los pequeños se refiere, es imposible llegar a distinguir claramente
lo que es actividad privada y lo que es colaboración: los niños hablan, pero no
se sabe si se escuchan; y ocurre que varios emprendan un mismo trabajo, pero no
se sabe si se ayudan realmente. Si luego vemos a los mayores, nos sorprende un
doble progreso: concentración individual, cuando el sujeto trabaja solo, y
colaboración efectiva cuando hay vida común. Pero estos dos aspectos de la
actividad que se inicia hacia los siete años son en realidad complementarios y
se deben a las mismas causas. Son incluso tan solidarios que a primera vista es
difícil decir si es que el niño ha adquirido cierta capacidad de reflexión que
le permite coordinar sus acciones con las de los demás, o si es que existe un
progreso de la socialización que refuerza el pensamiento por interiorización.
Desde el punto de vista de las relaciones interindividuales, el niño, después
de los siete años adquiere, en efecto, cierta capacidad de cooperación, dado
que ya no confunde su punto de vista propio con el de los otros, sino que los
disocia para coordinarlos. Esto se observa ya en el lenguaje entre niños. Las
discusiones se hacen posibles, con lo que comportan de comprensión para los
puntos de vista del adversario, y también con lo que suponen en cuanto a
búsqueda de justificaciones o pruebas en apoyo de las propias afirmaciones. Las
explicaciones entre niños se desarrollan en el propio plano del pensamiento, y
no sólo en el de la acción material. El lenguaje "egocéntrico"
desaparece casi por entero y los discursos espontáneos del niño atestiguan por
su misma estructura gramatical la necesidad de conexión entre las ideas y de
justificación lógica. En cuanto al comportamiento colectivo de los niños, se
observa después de los siete años un cambio notable en las actitudes sociales,
manifestadas, por ejemplo, en los juegos con reglamento. Sabido es que un juego
colectivo, como el de las canicas, supone un gran número de regias variadas,
que señalan la manera de lanzar las canicas, el emplazamiento, el orden de los
golpes sucesivos, los derechos de apropiación en caso de acertar, etcétera,
etc. Ahora bien, se trata de un juego que, en nuestro país, por lo menos, está
exclusivamente reservado a los niños y es prácticamente abandonado al final de
la escuela primaria. Todo este cuerpo de reglas, con la jurisprudencia que
requiere su aplicación, constituye, pues, una institución propia de los niños,
pero que, sin embargo, se transmite de generación en generación con una fuerza
de conservación sorprendente. Pero recordemos que en el curso de la primera
infancia los jugadores de cuatro a seis años intentan imitar el ejemplo de los
mayores y observan incluso ciertas reglas, pero cada uno no conoce de ellas más
que una fracción y, durante el juego, no tiene para nada en cuenta las regias
del vecino, cuando éste es de su misma edad: cada uno, de hecho, juega a su
manera, sin coordinación ninguna. Es más, cuando preguntamos a los pequeños
quién ha ganado, al final de una partida, se quedan muy sorprendidos, porque
todo el mundo gana a la vez, y ganar significa haberse divertido. En cambio,
los jugadores a partir de siete años presentan un doble progreso. Sin conocer
aún de memoria todas las reglas del juego, tienden por lo menos a fijar la
unidad de las reglas admitidas durante una misma partida y se controlan unos a
otros con el fin de mantener la igualdad ante una ley única. Por otra parte, el
término de "ganar" adquiere un sentido colectivo: se trata de
alcanzar el éxito en una competición reglamentada, y es evidente que el
reconocimiento de la victoria de un jugador sobre los demás, así como de la
ganancia de canicas que éste implica, suponen discusiones bien llevadas y
concluyentes. Ahora bien, en conexión estrecha con estos progresos sociales,
asistimos a transformaciones de la acción individual que parecen a la vez ser
sus causas y efectos. Lo esencial es que el niño ha llegado a un principio de reflexión.
En lugar de las conductas impulsivas de la pequeña infancia, que van
acompañadas de credulidad inmediata y de egocentrismo intelectual, el niño a
partir de los siete u ocho años piensa antes de actuar y comienza a conquistar
así esa difícil conducta de la reflexión. Pero una reflexión no es otra cosa
que una deliberación interior, es decir, una discusión consigo mismo análoga a
la que podría mantenerse con interlocutores o contradictores reales o
exteriores. Podemos, pues, decir que la reflexión es una conducta social de
discusión, pero interiorizada (como el pensamiento mismo, que supone un
lenguaje interior y, por lo tanto, interiorizado), según aquella ley general
que dice que uno acaba siempre por aplicarse a sí mismo las conductas
adquiridas en función de los otros, o que la discusión socializada no es sino
una reflexión exteriorizada. En realidad, este problema, como todas las
cuestiones parecidas, consiste en definitiva en preguntarse si es la gallina la
que hace el huevo o el huevo el que hace la gallina, ya que toda conducta
humana es a la vez social e individual. Lo esencial de estas observaciones es
que, en este doble plano, el niño de siete años comienza a liberarse de su
egocentrismo social e intelectual y adquiere, por tanto, la capacidad de nuevas
coordinaciones que habrán de presentar la mayor importancia a la vez para la
inteligencia y para la afectividad. Por lo que a la primera se refiere se trata
en definitiva de los inicios de la construcción de la lógica misma: la lógica
constituye precisamente el sistema de relaciones que permite la coordinación de
los puntos de vista entre sí, de los puntos de vista correspondientes a
individuos distintos y también de los que corresponden a percepciones o
intuiciones sucesivas del mismo individuo. Por lo que respecta a la
afectividad, el mismo sistema de coordinaciones sociales e individuales
engendra una moral de cooperación y de autonomía personal, por oposición a la
moral intuitiva de heteronomía propia de los pequeños: ahora bien, este nuevo sistema
de valores representa en el terreno afectivo lo que la lógica para la
inteligencia. En cuanto a los instrumentos mentales que habrán de permitir esta
doble coordinación lógica y moral, están constituidos por la operación, en lo
que concierne a la inteligencia, y por la voluntad, en el plano afectivo: dos
nuevas realidades, y, como habremos de ver, muy emparentadas una con otra,
puesto que resultan ambas de una misma inversión o conversión del egocentrismo
primitivo. B. Los progresos del pensamiento Cuando las formas egocéntricas de
causalidad y de representación del mundo, es decir, las que están calcadas
sobre la propia actividad, comienzan a declinar bajo la influencia de los
factores que acabamos de ver, surgen nuevas formas de explicación que en cierto
sentido proceden de las anteriores, aun cuando las corrigen. Es sorprendente
observar que, entre las primeras que aparecen, hay algunas que presentan un
notable parecido con las que dan los griegos, precisamente en la época de
decadencia de las explicaciones propiamente mitológicas. Una de las formas más
simples de esos nexos racionales de causa a efecto es la explicación por
identificación. Recuérdense el animismo y el artificialismo entremezclados del
período anterior. En el caso del origen de los astros (problema que es raro
plantear a los niños pero que ellos espontáneamente suscitan a menudo), estos
tipos primitivos de causalidad conducen a decir, por ejemplo, que "el sol
ha nacido porque hemos nacido nosotros" y que "ha crecido porque
nosotros hemos crecido". Ahora bien, cuando este egocentrismo elemental se
halla en decadencia, el niño, sin dejar de alimentar la idea del crecimiento de
los astros, habrá de considerarlos como producidos, no ya por una construcción
humana o antropomórfica, sino por otros cuerpos naturales cuya formación parece
más clara a primera vista: así es como el sol y la luna han salido de las
nubes, son pequeños retazos de nubes encendidas que han crecido (¡Y "las
lunas" crecen todavía con frecuencia ante nuestros ojos!). Las nubes a su
vez han salido del humo o del aire. Las piedras están formadas de tierra y la
tierra de agua, etc., etc. Cuando finalmente los cuerpos ya no son considerados
como seres que crecen de la misma forma que los seres vivos, estas filiaciones
no se le antojan ya al niño como procesos de orden biológico, sino como
transmutaciones propiamente dichas. Se ve bastante bien el parentesco de estos
hechos con las explicaciones por reducción de las materias unas a otras que
imperaban en la escuela de Mileto (aunque la "naturaleza" o
"physis" de las cosas fuera para estos filósofos una especie de
crecimiento y su "hilozoísmo" no estuviera muy alejado del animismo
infantil). Pero, ¿en qué consisten estos primeros tipos de explicación? ¿Hay
que admitir que en los niños este animismo cede directamente el paso a una
especie de causalidad fundada en el principio de identidad, como si el célebre
principio lógico rigiese desde el primer momento la razón tal como ciertas
filosofías nos han invitado a creer? Es cierto que estos desarrollos
constituyen la prueba de que la asimilación egocéntrica, principio del
animismo, del finalismo y del artificialismo, está en vías de transformarse en
asimilación racional, es decir, en estructuración de la realidad por la razón
misma, pero dicha asimilación racional es mucho más compleja que una pura y
simple identificación. Si, en efecto, en lugar de seguir a los niños en sus
preguntas acerca de esas realidades lejanas o imposibles de manipular, como son
los astros, las montañas y las aguas, en relación a las cuales el pensamiento
no puede pasar de ser verbal, les preguntamos acerca de hechos tangibles y
palpables, habremos de descubrir cosas aún más sorprendentes. Descubrimos que,
a partir de los siete años, el niño es capaz de construir explicaciones
propiamente atomísticas, y ello en la época en que comienza a saber contar.
Pero, para prolongar nuestra comparación, recordemos que los griegos inventaron
el atomismo poco después de haber especulado sobre la transmutación de las
substancias, y notemos sobre todo que el primer atomista fue sin duda
Pitágoras, él que creía en la composición de los cuerpos a base de números
materiales, o puntos discontinuos de substancia. Claro está que, salvo muy
raras excepciones (que, sin embargo, existen), el niño no generaliza y difiere
de los filósofos griegos por el hecho de que no construye ningún sistema. Pero
cuando la experiencia se presta a ello, recurre perfectamente a un atomismo
explícito e incluso muy racional. La experiencia más sencilla a este respecto
consiste en presentar al niño dos vasos de agua de formas parecidas y
dimensiones iguales, llenos hasta las tres cuartas partes. En uno de los dos,
echamos dos terrones de azúcar y preguntamos al niño si cree que el agua va a
subir. Una vez echado el azúcar, se observa el nuevo nivel y se pesan los dos
vasos, con el fin de hacer notar que el agua que contiene el azúcar pesa más
que la otra. Entonces, mientras el azúcar se disuelve, preguntamos: 1.0 si, una
vez disuelto, quedará algo en el agua; 2.0 si el peso seguirá siendo mayor o si
volverá a ser igual al del agua clara y pura; 3.0 si el nivel del agua
azucarada bajará de nuevo hasta igualar el del otro vaso o si permanecerá tal y
como está. Preguntamos el porqué de todas las afirmaciones que hace el niño y
luego, una vez terminada la disolución, reanudamos la conversación sobre la
permanencia del peso y del volumen (nivel) del agua azucarada. Las reacciones
observadas en las distintas edades han resultado extremadamente claras, y su
orden de sucesión se ha revelado tan regular que estas preguntas han podido
pasar a ser un procedimiento de diagnóstico para el estudio de los retrasos
mentales. En primer lugar, los pequeños (de menos de siete años) niegan en
general toda conservación del azúcar disuelto, y a porfión la del peso y el
volumen que éste implica. Para ellos, el hecho de que el azúcar se disuelva
supone su completa aniquilación y su desaparición del mundo de lo real. Es
cierto que permanece el sabor del agua azucarada, pero según los mismos
sujetos, este sabor habrá de desaparecer al cabo de varias horas o varios días,
igual que un olor o más exactamente igual que una sombra rezagada, destinada a
la nada. Hacia los siete años, en cambio, el azúcar disuelto permanece en el
agua, es decir, que hay conservación de la substancia. Pero, ¿bajo qué forma?
Para ciertos sujetos, el azúcar se convierte en agua o se licua transformándose
en un jarabe que se mezcla con el agua: ésta es la explicación por
transmutación de la que hablábamos más arriba. Mas, para los más avanzados,
ocurre otra cosa. Según el niño, vemos cómo el terrón se va convirtiendo en
"pequeñas migajas" durante la disolución: pues bien, basta admitir
que estos pequeños "trozos" se hacen cada vez más pequeños, y entonces
comprenderemos que existen siempre en el agua en forma de "bolitas"
invisibles. "Esto es lo que da el sabor azucarado", añaden dichos
sujetos. El atomismo ha nacido, pues, bajo la forma de una "metafísica del
polvo", como tan graciosamente dijo un filósofo francés. Pero se trata de
un atomismo que no pasa de ser cualitativo, ya que esas "bolitas" no
tienen peso ni volumen y el niño espera, en el fondo, la desaparición del
primero y el descenso del nivel del agua después de la disolución. En el curso
de una etapa siguiente, cuya aparición se observa alrededor de los nueve años,
el niño hace el mismo razonamiento por lo que respecta a la substancia, pero
añade un progreso esencial: las bolitas tienen cada una su peso y si se suman
estos pesos parciales, se obtiene de nuevo el peso de los terrones que se han
echado. En cambio, siendo capaces de una explicación tan sutil para afirmar a
priori la conservación del peso, no aciertan a captar la del volumen y esperan
todavía que el nivel descienda después de la disolución. Por último, hacia los
once o doce años, el niño generaliza su esquema explicativo al volumen mismo y
declara que, puesto que las bolitas ocupan cada una un pequeño espacio, la suma
de dichos espacios es igual a la de los terrones iniciales, de tal manera que
el nivel no debe descender. Éste es, pues, el atomismo infantil. Este ejemplo
no es único. Se obtienen las mismas explicaciones, aunque en sentido inverso,
cuando se hace dilatar delante del niño un grano de maíz americano puesto
encima de una placa caliente: para los pequeños, la sustancia aumenta; a los 7
años, se conserva sin aumento, pero se hincha y el peso varía; a los 9-10 años,
el peso se conserva pero no el volumen, todavía, y hacia los 12 años, dado que
la harina se compone de granos invisibles de volumen constante, éstos se
separan, simplemente, ¡por aire caliente que llena los intersticios! Este
atomismo es notable no tanto a causa de la representación de los gránulos,
sugerida por la experiencia del polvo o de la harina, como en función del
proceso deductivo de composición que revela: el todo es explicado por la
composición de las partes, y ello supone una serie de operaciones reales de
segmentación o partición, por una parte, y de reunión o adición, por otra, así
como desplazamientos por concentración o separación (¡igual que para los
presocráticos!). Supone además y sobre todo verdaderos principios de
conservación, lo cual pone realmente de manifiesto que las operaciones en juego
están agrupadas por sistemas cerrados y coherentes, de los que estas conservaciones
representan los "invariantes". Las nociones de permanencia de las que
acabamos de ver una primera manifestación son sucesivamente las de la
substancia, el peso y el volumen. Pero es fácil encontrarlas también en otras
experiencias. Damos, por ejemplo, al niño dos bolitas de pasta para modelar, de
las mismas dimensiones y peso. Una se convierte luego en una torta aplastada,
en una salchicha o en varios pedazos: antes de los siete años, el niño cree
entonces que la cantidad de materia ha variado, al igual que el peso y el
volumen; hacia los siete-ocho años, admite la constancia de la materia, pero
cree todavía en la variación de las otras cualidades; hacia los nueve años,
reconoce la conservación del peso pero no la del volumen, y hacia los once-doce,
por último, también la de éste (por desplazamiento del nivel en caso de
inmersión de los objetos en cuestión, en dos vasos de agua). Es fácil, sobre
todo, demostrar que, a partir de los siete años, se adquieren sucesivamente
otros muchos principios de conservación que jalonan el desarrollo del
pensamiento y estaban completamente ausentes en los pequeños: conservación de
las longitudes en caso de deformación de los caminos recorridos, conservación
de las superficies, de los conjuntos discontinuos, etc., etc. Estas nociones de
invariación son el equivalente, en el terreno del pensamiento, de lo que antes
hemos visto para la construcción sensorio-motriz con el esquema del
"objeto", invariante práctico de la acción. Pero, ¿cómo se elaboran
estas nociones de conservación, que tan profundamente diferencian el
pensamiento de la segunda infancia y el de la que precede a los siete años?
Exactamente igual que el atomismo, o, para, decirlo de una forma más general,
que la. explicación causal por composición partitiva: resultan de un juego de
operaciones coordinadas entre sí en sistemas de conjunto que tienen, por
oposición al pensamiento intuitivo de la primera infancia, la propiedad
esencial de ser reversibles. En efecto, la verdadera razón que lleva a los
niños del período que estamos estudiando a admitir la conservación de una
substancia, o de un peso, etc., no es la identidad (los pequeños ven tan bien
como los mayores que "no hemos añadido ni quitado nada"), sino la
posibilidad de una vuelta rigurosa al punto de partida: la torta aplastada pesa
tanto como la bola, dicen, porque se puede volver a hacer una bola con la
torta. Veremos más adelante la significación real de estas operaciones cuyo
resultado consiste en corregir la intuición perceptiva, siempre víctima de las
ilusiones del punto de vista momentáneo, y, por consiguiente, en
"descentrar" el egocentrismo, por así decir, para transformar las
relaciones inmediatas en un sistema coherente de relaciones objetivas. Pero
señalemos también las grandes conquistas del pensamiento así transformado: la
del tiempo (y con él la de la velocidad) y la del espacio mismo concebidos, por
encima de la causalidad y las nociones de conservación, como esquemas generales
del pensamiento, y no ya simplemente como esquemas de acción o de intuición. El
desarrollo de las nociones de tiempo plantea, en la evolución mental del niño,
los problemas más curiosos, en conexión con las cuestiones que tiene planteadas
la ciencia más reciente. A todas las edades, por supuesto, el niño sabrá decir
de un móvil que recorre el camino A-B-C que se hallaba en A "antes"
de estar en B o en C y que necesita "más tiempo" para recorrer el
trayecto A-C que el trayecto A-B. Pero a esto aproximadamente se limitan las
intuiciones temporales de la primera infancia y, si proponemos la comparación
de dos móviles que siguen caminos paralelos pero a velocidades desiguales,
observamos que: 1.0, los pequeños no tienen la intuición de la simultaneidad de
los puntos de parada, porque no comprenden la existencia de un tiempo común a
ambos movimientos; 2.0, no tienen la intuición de la igualdad de ambas
duraciones sincrónicas, justamente por la misma razón; 3.0, relacionan siquiera
las duraciones con las sucesiones: admitiendo, por ejemplo, que un niño X es
más joven que un niño Y, ello no les lleva a pensar que el segundo haya nacido
necesariamente "después" del primero. ¿Cómo se construye, pues, el
tiempo? Por coordinaciones de operaciones análogas a las que acabamos de ver:
clasificación por orden de las sucesiones de acontecimientos, por una parte, y
encajamiento de las duraciones concebidas como intervalos entre dichos
acontecimientos, por otra, de tal manera que ambos sistemas sean coherentes por
estar ligados uno a otro. En cuanto a la velocidad, los pequeños tienen a cualquier
edad la intuición correcta de que si un móvil adelanta a otro es porque va más
deprisa que éste. Pero basta que deje de haber adelantamiento visible (al
ocultarse los móviles bajo túneles de longitud desigual o al ser las pistas
desiguales circulares y concéntricas), para que la intuición de la velocidad
desaparezca. La noción racional de velocidad, en cambio, concebida como una
relación entre el tiempo y el espacio recorrido, se elabora en conexión con el
tiempo hacia aproximadamente los ocho años. Veamos finalmente la construcción
del espacio, cuya importancia es inmensa, tanto para la comprensión de las
leyes del desarrollo como para las aplicaciones pedagógicas reservadas a este
género de estudios. Desgraciadamente, si bien conocemos más o menos el
desarrollo de esta noción bajo su forma de esquema práctico durante los dos
primeros años, el estado de las investigaciones que se refieren a la geometría
espontánea del niño dista mucho de ser tan satisfactorio como para las nociones
precedentes. Todo lo que se puede decir es que las ideas fundamentales de
orden, de continuidad, de distancia, de longitud, de medida, etc., etc., no dan
lugar, durante la primera infancia, más que a intuiciones extremadamente
limitadas y deformadoras. El espacio primitivo no es ni homogéneo ni isótropo
(presenta dimensiones privilegiadas), ni continuo, etc., y, sobre todo, está
centrado en el sujeto en lugar de ser representable desde cualquier punto de
vista. De nuevo nos encontramos con que es a partir de los siete años cuando
empieza a construirse un espacio racional, y ello mediante las mismas
operaciones generales, de las que vamos a estudiar ahora la formación en sí
mismas. C. Las operaciones racionales A la intuición, que es la forma superior
de equilibrio que alcanza el pensamiento propio de la primera infancia,
corresponden, en el pensamiento ulterior a los siete años, las operaciones. De
ahí que el núcleo operatorio de la inteligencia merezca un examen detallado que
habrá de darnos la clave de una parte esencial del desarrollo mental. Conviene
señalar ante todo que la noción de operación se aplica a realidades muy
diversas, aunque perfectamente definidas. Hay operaciones lógicas, como las que
entran en la composición de un sistema de conceptos o clases (reunión de individuos)
o de relaciones, operaciones aritméticas (suma, multiplicación, etc., y sus
contrarias), operaciones geométricas (secciones, desplazamientos, etc.),
temporales (seriación de los acontecimientos, y, por tanto, de su sucesión, y
encajamiento de los intervalos), mecánicas, físicas, etc. Una operación es,
pues, en primer lugar, psicológicamente, una acción cualquiera (reunir
individuos o unidades numéricas, desplazar, etc.), cuya fuente es siempre
motriz, perceptiva o intuitiva. Dichas acciones que se hallan en el punto de
partida de las operaciones tienen, pues, a su vez como raíces esquemas
sensorio-motores, experiencias efectivas o mentales (intuitivas) y constituyen,
antes de ser operatorias, la propia materia de la inteligencia sensorio-motriz y,
más tarde, de la intuición. ¿Cómo explicar, por tanto, el paso de las
intuiciones a las operaciones? Las primeras se transforman en segundas, a
partir del momento en que constituyen sistemas de conjunto a la vez componibles
y reversibles. En otras palabras, y de una manera general, las acciones se
hacen operatorias desde el momento en que dos acciones del mismo tipo pueden
componer una tercera acción que pertenezca todavía al mismo tipo, y estas
diversas acciones pueden invertirse o ser vueltas del revés: así es cómo la
acción de reunir (suma lógica o suma aritmética) es una operación, porque
varias reuniones Sucesivas equivalen a una sola reunión (composición de sumas)
y las reuniones pueden ser invertidas y transformadas así en disociaciones
(sustracciones). Pero es curioso observar que, hacia los siete años, se
constituyen precisamente toda una serie de sistemas de conjuntos que
transforman las intuiciones en operaciones de todas clases, y esto es lo que
explica las transformaciones del pensamiento más arriba analizadas. Y, sobre
todo, es curioso ver cómo estos sistemas se forman a través de una especie de
organización total y a menudo muy rápida, dado que no existe ninguna operación
aislada, sino que siempre es constituida en función de la totalidad de las
operaciones del mismo tipo. Por ejemplo, un concepto o una clase lógica
(reunión de individuos) no se construye aisladamente, sino necesariamente
dentro de una clasificación de conjunto de la que representa una parte. Una
relación lógica de familia (hermano, tío, etc.) no puede ser comprendida si no
es en función de un conjunto de relaciones análogas cuya totalidad constituye
un sistema de parentescos. Los números no aparecen independientemente unos de
otros (3, 10, 2, 5, etc.), sino que son comprendidos únicamente como elementos
de una sucesión ordenada: 1, 2, 3..., etc. Los valores no existen más que en
función de un sistema total, o "escala de valores", una relación
asimétrica, como, por ejemplo, B < C no es inteligible más que si la relacionamos
con una seriación de conjunto posible: O < C < C..., etc. A cualquier
edad, un niño sabrá distinguir dos bastoncillos por su longitud y juzgar que el
elemento B es más grande que A. Pero ello no es, durante la primera infancia,
más que una relación perceptiva o intuitiva, y no una operación lógica. En
efecto, si mostramos en primer lugar A < B, y luego los dos bastoncillos B
< C de A < B y B < C. Ahora bien, inmediatamente se advierte que esta
construcción supone la operación inversa (la reversibilidad operatoria): cada
término es concebido a la vez como más pequeño que todos los que le siguen
(relación ) v ello es lo que le permite al sujeto hallar su método de
construcción, así como intercalar nuevos elementos después que la primera serie
total haya sido construida. Ahora bien, es de gran interés observar que, si las
operaciones de seriación (coordinación de las relaciones asimétricas) son
descubiertas, como hemos visto, hacia los siete años por lo que se refiere a
las longitudes o dimensiones dependientes de la cantidad de la materia, hay que
esperar a los nueve años por término medio para obtener una seriación análoga
de los pesos (a iguales dimensiones: por ejemplo, bolas del mismo tamaño pero
de pesos diferentes) y a los once o doce para obtener la de los volúmenes (a
través de la inmersión en el agua). También hay que esperar a los nueve años
para que el niño pueda concluir A < C si A A), ¡porque es más pesado!"
(3). 3. Hacia los 7-8 años, por término medio (pero, repetimos, estas edades
medias dependen de los medios sociales y escolares), el niño logra, tras
interesantes fases de transición en cuyo detalle no podemos entrar aquí, la
constitución de una lógica y de estructuras operatorias que llamaremos
"concretas". Este carácter "concreto" por oposición al carácter
formal, es particularmente instructivo para la psicología de las operaciones
lógicas en general: significa que a ese nivel que es por tanto el de los
inicios de la lógica propiamente dicha, las operaciones no se refieren aún a
proposiciones o enunciados verbales, sino a los objetos mismos, que se limitan
a clasificar, a seriar, a poner en correspondencia, etc. En otras palabras, la
operación incipiente está todavía ligada a la acción sobre los objetos y a la
manipulación efectiva o apenas mentalizada. Sin embargo, por cerca que estén
todavía de la acción, estas "operaciones concretas" se organizaran ya
en forma de estructuras reversibles que presentan sus leyes de totalidad. Se
trata, por ejemplo, de las clasificaciones: en efecto, una clase lógica no existe
en estado aislado, sino sólo por estar ligada mediante inclusiones diversas a
ese sistema general de encajamientos jerárquicos que es una clasificación, cuya
operación directa es la suma de las clases (A + A' = B) y cuya operación
inversa es la resta que se apoya en la reversibilidad por inversión o negación
(B -A'=A o AA=O). Otra estructura concreta esencial es la seriación, que
consiste en ordenar objetos según una cualidad creciente o decreciente (A A',
el lado A es sobreestimado y el lado A' subestimado (a todas las edades), sino
además que el máximo de esta ilusión positiva tiene lugar cuando A' es lo más
pequeño posible, con otras palabras, cuando el rectángulo se reduce a una línea
recta. Por otra parte, cuando A' = A (cuadrado), existe ilusión nula mediana y
cuando A' > A, es A' el que es sobreestimado: pero no lo es indefinidamente,
y, si aumentamos más todavía A', la curva de estas ilusiones negativas no es ya
una recta, sino una hipérbola equilátera que tiende hacia una asintota. La curva
experimental así obtenida presenta el mismo aspecto a todas las edades, pero
como el error disminuye con la edad, esta curva simplemente se aplana. sin
perder sus características cualitativas. Ocurre lo mismo (si bien con unas
curvas de formas muy diferentes) con otras muchas ilusiones que hemos estudiado
desde los 5-6 años hasta la edad adulta (1): por ejemplo, las ilusiones de
Delboeuf (círculos concéntricos), de los ángulos, de la mediana de los ángulos,
de Oppel Kundt (espacios divididos), de las curvaturas, de Miller-Lyer, etc.
Pero, y esto es muy interesante, todas las curvas así obtenidas pueden
referirse a una ley única, que se especifica de diversas formas según las
figuras, y permite construir en cada caso una curva teórica cuya
correspondencia con las curvas experimentales se ha revelado hasta hoy bastante
satisfactoria. Expondremos esta ley con pocas palabras, sólo para fijar las
ideas, pero nuestro fin es, ante todo, demostrar cómo se explica por
consideraciones probabilistas. Sea L1 = la mayor de las dos longitudes
comparadas en una figura (por ejemplo, el lado mayor de un rectángulo) y L2 =
la menor de las dos longitudes (por ejemplo, el lado menor del rectángulo); sea
Lmáx la mayor longitud de la figura (en el caso del rectángulo = L1, pero si L1
y L2 son dos rectas que se prolongan en Lmix., Lmix. = L1 + L2; etc.); sea L =
la longitud elegida como unidad y sobre la cual se toma la medida (en el caso
del rectángulo L = L1, o L2 según la figura); sea n el número de las
comparaciones (L1 - L,') que intervienen en la figura, y sea S = la superficie.
Tenemos entonces, si llamamos P a la ilusión, la ley: (L1-L2)L2X(nL:
L"'í~.) nL(L1- L2)L2 S S~L',áx. Por ejemplo, en el caso de los
rectángulos, tenemos, A si A> A' (y entonces L=A y n = = 1), siendo A constante
y A' variable: ~~~(A-A')A'X(A:A) A-A' AA' A A y si A' >'A (y entonces L=A y
n= -) siendo A A' constante. una vez más y A' variable: (A'- A)Ax(A':A'>-~-A
AA' A' Vemos cuán simple es esta ley, que se reduce a una diferencia
multiplicada por el término menor (LL2) L2, a una relación (nL: Lmáx.) y a un
producto (S). Ahora bien, esta fórmula que hemos llamado "ley de los
centramientos relativos", se explica de la forma más directa por
consideraciones probabilistas que dan cuenta, a la vez, de la ley de Weber y
del hecho de que los efectos procedentes de estos mecanismos disminuyan con la
edad. Tomemos, ante todo, como hipótesis que todo elemento centrado por la
mirada se sobreestima justamente por este hecho. Este "efecto de
centramiento" puede ser descubierto en una visión taquistoscópica: si el
sujeto mira fijamente un segmento de recta comparándolo con otro segmento que
permanece en la periferia, el segmento centrado es entonces sobreestimado (el
fenómeno es, por otra parte, muy complejo, ya que además de estos factores
topográficos intervienen la atención, la nitidez, el orden y las duraciones de
presentación, etc., sin contar los factores técnicos de distancia entre el
sujeto y la imagen presentada, de ángulos, etc.). Ahora bien, ya sea que esta
sobreestimación por centramiento derive fisiológicamente de la irradiación de
las células nerviosas excitadas, como es muy probable, o ya sea que a ello se
añadan otros factores (como los pequeños movimientos oscilatorios del globo
ocular, que desempeñan sin duda un papel en la explotación visual de la figura,
etc.), es fácil hacerle corresponder un esquema probabilista cuya significación
es, a la vez, fisiológica y psicológica. Partamos de una simple línea recta de
4-5 cm., ofrecida a la percepción, y dividámosla mentalmente en cierto número
de segmentos iguales, por ejemplo, N = = 1000. Admitamos, por otra parte, ya
sea en la retina, ya sea en los órganos de transmisión, ya sea en el cortex
visual, cierto número de elementos cuyo encuentro con una parte al menor de
estos 1000 segmentos es necesario para la percepción de la línea. Supongamos,
por ejemplo, que un primer grupo de dichos elementos nerviosos (durante un
primer tiempo t) "encuentran" a BN segmentos, siendo B una fracción
constante. Quedarán entonces N1 segmentos todavía no encontrados, a saber:
N1=(N-NB)=N(1-B). Tras los segundos n encuentros, quedarán aún N2 segmentos
todavía no encontrados: N2= (N1-N1B)=N(1-B)2. Tras los terceros n encuentros,
quedarán N, segmentos no encontrados, a saber: N8=(N2-N2B)=N(1-B)8...etc. En
cuanto a la suma de los segmentos encontrados, será de NB, luego de (NB + N1B),
luego de (NB + + N1B + N2B), etc. Estas sumas nos procuran, pues, el modelo de
lo que podría ser la sobreestimación progresiva (momentánea o más o menos duradera)
debida al centramiento en una línea percibida en duraciones correspondientes a
n, 2n, 3n, etc., o con intensidades o nitideces crecientes, etc. Ahora bien,
vemos que este modelo obedece en su mismo principio a una ley logarítmica, ya
que, a la progresión aritmética n, 2n, 3n, etc., corresponde la progresión
geométrica (1 - B), (1 -B)2, (1 -B)3, etc. Intentemos ahora representarnos de
esta misma forma lo que se producirá en la comparación visual entre dos líneas
rectas, que denominaremos L1 y L2, dejando a L2 como invariable y dando
sucesivamente a L1 los valores L1 = L2, luego L1 = 2L2, luego L1 = 3L2, etc.
Dividamos de nuevo estas dos líneas en segmentos iguales, cada uno de los
cuales puede convertirse en objeto de un "punto de encuentro", en el
sentido indicado más arriba. Pero lo que añade la comparación entre L1 y L2 es
que cada encuentro en L1 puede corresponder o no con un encuentro en L2, y
recíprocamente. Llamaremos a estas correspondencias entre puntos de encuentro
acoplamientos y admitiremos que la comparación no da lugar a ninguna
sobreestimación o subestimación relativas si' el acoplamiento es completo,
mientras que un acoplamiento incompleto comporta la sobreestimación relativa de
la línea incompletamente acoplada (porque entonces hay encuentro sin
acoplamiento, es decir, sobreestimación por centramiento no compensada por una
sobreestimación en la otra línea). El problema está entonces en calcular la
probabilidad del acoplamiento completo, y, de nuevo aquí, la solución es muy
sencilla. Llamemos p a la probabilidad de que un punto A de una de las líneas
se acople con un punto B de la otra línea. Si introducimos un segundo punto de
encuentro C en esta otra línea, la probabilidad de acoplamiento entre A y C
será también de p, pero la probabilidad de que A se acople simultáneamente con
B y con C será de p2. La probabilidad de acoplamiento entre A en una línea y B,
C y D en la otra, será de p3, etc. Si Li=Li con n.puntos en Li y m(=n) en Li la
probabilidad de acoplamiento completo será, pues, de: (pR)m para L1=L2 Si Li
=2Li, la probabilidad de acoplamiento completo será, por consiguiente, de:
[(pfl) ~9fl = (p2n)m = pm X 2n para L1 = 2Li. Tendremos asimismo:
{f(pn)pn]pnm=prnXSn para Li=3Li ... etc. Con otras palabras, a la progresión
aritmética de las longitudes de L1 (a saber = L2; 2L2; 3L2; etc.) corresponde
la progresión geométrica de las probabilidades de acoplamientos completos, lo
cual constituye de nuevo una ley logarítmica. Ahora bien, se ve inmediatamente
que esta ley logaritmica que explica la sobreestimación relativa de la mayor de
ambas líneas comparadas entre sí comporta directamente, a título de caso
particular, la famosa ley de Weber, que se aplica a la percepción de los
umbrales diferenciales e incluso, bajo una forma atenuada, a la percepción de
diferencias cualesquiera. Admitamos, por ejemplo, que las líneas L1 y L2
presentan entre sí una diferencia x constante y que luego alargamos
progresivamente estas líneas L1 y L2 dejando invariable su diferencia absoluta
x. Nos es fácil entonces, en función del esquema anterior, comprender por qué
esta diferencia x no permanecerá idéntica a sí misma, sino que será percibida
según una deformación proporcional al alargamiento de las líneas L1 y L2. Es
inútil reproducir aquí el cálculo de ello, que en otro lugar hemos publicado
(1); pero vemos fácilmente cómo se explica por las consideraciones que preceden
y que se refieren a la probabilidad de acoplamiento, el hecho de que la ley de
Weber presente una forma logarítmica. Volvamos ahora a nuestra ley de los
centramientos relativos y veamos cómo se explica mediante estas probabilidades
de encuentra y de acoplamiento, es decir, mediante los mecanismos de
sobreestimación por centramiento que nos parecen dar cuenta de todas las
ilusiones "primarias". Para comprender el problema, conviene comenzar
por clasificar las cuatro variedades de acoplamientos posibles. Si comparamos
dos líneas desiguales Li > Li podemos distinguir, en efecto, las siguientes
variedades: 1. Los "acoplamientos de diferencia" D entre la línea L2
y la parte de la línea L1 que sobrepasa a L2, es decir, la parte (Li - Li) Los
acoplamientos de diferencia existirán, pues, en número de (Li - L2) Li y
podemos reconocer inmediatamente en este producto la expresión esencial que
interviene en la ley de los centramientos relativos. 2. Por otra parte, existen
"acoplamientos de parecido" R entre la línea L2 y la parte de la
línea L1 que es Igual a L2. Dichos acoplamientos existirán, pues, en número de
L22. 3. Podemos distinguir también unos acoplamientos D' entre la parte de Li
igual a L2 y la prolongación virtual de L2 hasta igualdad con L1, a saber (Li -
L2). Estos acoplamientos D' serán, pues, de nuevo de un valor ([-1- Li) Li 4.
Finalmente, podemos concebir acoplamientos D" entre la parte ~ - Li) de la
línea L1 y la prolongación virtual de Li de la cual acabamos de hablar. El
valor de D" será, pues (Li - 2)2. Dicho esto, y para comprender la razón
de la ley de los centramientos relativos, pongámosla bajo la forma siguiente:
P=+(-Li-Li)L X nL. S Lmax Vemos entonces que el numerador de la primera
fracción, a saber: (Li - L2) L2 corresponde a los acoplamientos de diferencia D
que hemos descrito hace un momento. En cuanto a la superficie S, corresponde,
en todos los casos, al conjunto de los acoplamientos posibles compatibles con
las características de la figura. En una figura cerrada como el rectángulo,
estos acoplamientos posibles son simplemente los acoplamientos de diferencia D
y de parecido R. En efecto, la superficie del rectángulo que es LixL2 puede escribirse
L1L2=L22+ (Li - L2) L2: ahora bien, L22 = acoplamientos R y (Li - L2) L2 = =
acoplamientos D. En las figuras abiertas como la línea L1 + L2, la superficie
(Li + L2)2 corresponde a todos los acomplamientos D + R + D' + D" no sólo
entre L1 y L2, sino entre L1 y Lmáx. Con otros términos, la primera fracción de
la ley, a saber ~ - L2)Li]/S expresa sencillamente una relación probabilista:
la relación entre los acoplamientos de diferencia D (en los Cuales se producen
los errores de sobreestimación) y el conjunto de los acoplamientos posibles. En
cuanto a la segunda fracción 11L/L,max., expresa la relación del número de los
puntos de encuentro o de acoplamiento posible en la línea medida L en relación
con los de la longitud total esta relación tiene, pues, simplemente la función
de un corrector con respecto a la primera fracción [en las figuras cerradas
esta segunda fracción vale en general 1] (1). Se comprende así la significación
de la ley de los centramientos relativos, que es de una simplicidad elemental:
expresa sencillamente la proporción de los acoplamiéntos posibles de diferencia
D en relación al conjunto de la figura. Ahora bien, como son estos
acoplamientos los que dan lugar a los errores, puede deducirse que esta ley es
válida para todas las figuras planas (que dan lugar a las ilusiones
"primarias") e indica solamente el aspecto general de la curva de los
errores (máximos e ilusión nula mediana), independientemente del valor absoluto
de éstos. En cuanto a este valor absoluto, depende del carácter más o menos
completo de los acoplamientos y entonces se comprende perfectamente por qué
estos errores "primarios" disminuyen con la edad: simplemente porque,
con los progresos de la actividad exploradora visual, los acoplamientos se
multiplican cada vez más. Pero existe, como hemos visto, una segunda categoría
de ilusiones perceptivas: son las que aumentan con la edad, sin interrupción o
con un tope alrededor de los 9-11 años y' con ligera disminución ulterior.
Dichos errores no dependen ya de la ley de los centramientos relativos (si bien
hacen intervenir aún los efectos de centramiento) y se explican de la forma
siguiente. Con la edad intervienen cada vez más actividades perceptivas de
exploración y de comparación a distancias crecientes en el espacio (transporte
espacial por medio de desplazamientos de la mirada) y en el tiempo (transporte
temporal de las percepciones anteriores sobre las siguientes y a veces
anticipaciones o Einstellungen). Ahora bien, estas actividades contribuyen en
general a disminuir los errores perceptivos, gracias a los que se multiplican.
Pero, en otros casos, pueden provocar contrastes o asimilaciones entre
elementos distantes que, ea los pequeños, no son puestos en relación y no dan
lugar por consiguiente a errores. En este caso es cuando hablamos de errores
"secundarios"; ya que constituyen el producto indirecto de
actividades que, normalmente, conducen a una disminución de los errores. Un
buen ejemplo es el de las ilusiones de peso y de su equivalente visual
imaginado por el psicólogo ruso Usnadze, del cual hicimos un estudio genético
con Lambercier. Se presenta a los sujetos, en visión taquistoscópica, un
círculo de 20 mm. de diámetro al lado de otro de 28 mm. Una vez acabada la
impregnación, se presentan en los mismos lugares dos círculos de 24 mm.: el que
sustituye al círculo de 20 mm. es entonces sobreestimado por contraste y el que
sustituye el círculo de 28 mm. es subestimado por contraste también. Ahora
bien, la ilusión aumenta con la edad por más que, en sí mismos, los efectos de
contraste, que dependen naturalmente del mecanismo de los centramientos
relativos, disminuyen con la edad. La razón de esta paradoja es sencilla: para
que haya contraste, es preciso que los elementos anteriormente percibidos (28 +
20 mm.) estén ligados a los elementos ulteriores (24 + 24), y este lazo se debe
a una actividad propiamente dicha, que podemos llamar "transporte
temporal" y que aumenta con el desarrollo (puede observarse en otras
muchas experiencias). Si los pequeños (de 5 a 8 años) hacen menos transportes
temporales, el resultado será, pues, que habrá menos contraste, por falta de
puesta en relación, e incluso si el contraste, cuando dicha asociación se
produce, es más fuerte en el niño que da el adulto, la ilusión será más débil.
Pero ¿no es arbitrario admitir que el transporte temporal es una
"actividad" que aumenta con el desarrollo? No, y la mejor prueba de
ello es que, en el adulto, la ilusión es no sólo más fuerte, sino que
desaparece antes cuando se reproduce varias veces seguidas la presentación
(24+24). Por el contrario, en el niño la ilusión es más débil, pero dura más
tiempo (no hay extinción rápida a causa de la perseveración). El transporte
temporal es, pues, una actividad susceptible de frenaje, lo cual es el mejor
criterio de una actividad. Otro ejemplo sorprendente de ilusión que aumenta con
la edad es la sobreestimación de las verticales con respecto a las
horizontales. Estudiando con A. Morf la figura en forma de L según sus cuatro
posiciones posibles L 7 L y F encontramos: (1) que el error en la vertical
aumenta con la edad; (2) que aumenta con el ejercicio (cinco repeticiones) en
lugar de disminuir inmediatamente en este caso como las ilusiones primarias; y
(3) que depende del orden de presentación de las figuras como si hubiese
transferencia del modo de transporte espacial (de abajo arriba o de arriba
abajo). Asimismo, mi discípulo Wursten, al estudiar a petición mía la
comparación de una vertical de 5 cm. y de una oblicua de 5 cm. (separada por un
intervalo de 5 cm. e inclinada en diversos grados) (1), encontró que los
pequeños de 5-7 años logran estas valoraciones mucho mejor que los propios
adultos: el error aumenta con la edad hasta aproximadamente 9-10 años para
disminuir ligeramente a continuación. Ahora bien, el aumento con la edad de
estos errores acerca de las verticales o las oblicuas, etc., se explica, según
parece, de la manera siguiente. El espacio perceptivo de los pequeños está
menos estructurado que el de los mayores según las coordenadas horizontales y
verticales, ya que este estructuramiento supone la puesta en relación de los
objetos percibidos con unos elementos de referencia situados a distancias que
sobrepasan las fronteras de las figuras. Con el desarrollo, en cambio, se hace
referencia a un marco cada vez más amplio y alejado, en función de actividades
perceptivas de relacionar, etc., lo cual conduce a una oposición cualitativa
cada vez más fuerte entre las horizontales y las verticales. En sí mismo, el
error en la vertical es, sin duda, debido a otra distribución de los puntos de
centramiento y de los "encuentros" en la vertical, cuyas partes
superior e inferior no son simétricas desde el punto de vista perceptivo ('a
parte superior está "abierta" mientras que la parte inferior está
"cerrada" hacia el suelo), a diferencia de la horizontal, cuyas dos
mitades son perceptivamente simétricas. Pero en la medida en que los pequeños
tienen un espacio menos estructurado según unas coordenadas, por falta de
actividad perceptiva que relacione a distancia, son menos sensibles a esa
diferencia cualitativa de la horizontal y la vertical y, por lo tanto, también
a la asimetría perceptiva de esta última, asimetría que es función del marco
general de la figura. En suma, existe, pues, además de los efectos
"primarios" ligados a la ley de los centramientos relativos, un
conjunto de actividades perceptivas de transportes, comparaciones a distancia,
transposiciones, anticipaciones, etc., y las actividades que en general
conducen atenuar los errores primarios, pueden provocar errores secundarios
cuando ponen en relación a distancia elementos que crean un contraste, etc., es
decir, provocan ilusiones que no se producirían sin el hecho de relacionar.
Pero hay que comprender que estas actividades intervienen en cierto sentido ya
en los efectos primarios, puesto que los "encuentros" y los
"acoplamientos" de los que hemos hablado al tratar de ellos, son
debidos a centramientos y a descentramientos que ya constituyen actividades. A
todos los niveles puede, pues, decirse que la percepción es activa y no se
reduce a un registrar pasivo. Como decía ya K. Marx en sus objeciones a
Feuerbach, hay que considerar la sensibilidad "como actividad práctica de
los sentidos del hombre"
GENESIS Y ESTRUCTURA EN PSICOLOGÍA DE LA INTELIGENCIA
Empecemos por definir los términos que vamos a utilizar.
Definiré la estructura de la manera más amplia como un sistema que presenta
leyes o propiedades de totalidad, en tanto que sistema. Estas leyes de
totalidad son por consiguiente diferentes de las leyes o propiedades de los
elementos mismos del sistema. Pero insiste en el hecho de que estos sistemas
que constituyen estructuras son sistemas parciales en comparación con el
organismo o el espíritu. La noción de estructura no se confunde, en efecto, con
cualquier totalidad y no se reduce simplemente a decir que todo depende de todo
a la manera de Bichat en su teoría del organismo se trata de un sistema
parcial, pero que, en tanto que sistema, presenta leyes de totalidad, distintas
de las propiedades de los elementos. Pero el término sigue siendo vago,
mientras no se precisa cuáles son estas leyes de totalidad. En ciertos campos
privilegiados es relativamente fácil hacerlo, por ejemplo en las estructuras
matemáticas, las estructuras de los Bourbaki. Ustedes saben que las estructuras
matemáticas de los Bourbaki se refieren a las estructuras algebraicas, a las
estructuras de orden y a las estructuras topológicas. Las estructuras
algebraicas son, por ejemplo, las estructuras de grupo, de cuerpo, o de
anillos, nociones todas ellas que están bien determinadas por sus leyes de
totalidad. Las estructuras de orden son los retículos, los semirretículos, etc.
Pero si adoptamos la definición amplia que yo he propuesto para la noción de
estructura, podemos incluir igualmente estructuras en las que las propiedades y
las leyes son aún relativamente globales y que no son, por consiguiente,
deductibles más que en esperanza a estructuraciones matemáticas o físicas.
Pienso en la noción de Gestalt de la que precisamos en psicología y que yo
definiría como un sistema de composición no aditiva y un sistema irreversible,
por oposición a esas estructuras lógicomatemáticas que acabo de recordar y que
son, por el contrario, rigurosamente reversibles. Pero la noción de Gestalt,
por vaga que sea, descansa de todos modos en la esperanza de una matematización
o de una fiscalización posibles. Por otra parte, para definir la génesis,
quisiera evitar que se me acusase de círculo vicioso y por lo tanto no diré
simplemente que es el paso de una estructura a otra, sino más bien que la
génesis es una cierta forma de transformación que parte de un estado A y
desemboca en un estado B, siendo B más estable que A. Cuando se habla de
génesis en el terreno psicológico - y sin duda también en los demás terrenos -,
es preciso rechazar ante todo cualquier definición a partir de comienzos
absolutos. En psicología, no conocemos comienzos absolutos y la génesis se hace
siempre a partir de un estado inicial que eventualmente comporta ya en sí mismo
una estructura. Se trata, por consiguiente, de un simple desarrollo. Pero no,
sin embargo, de un desarrollo cualquiera, de una simple transformación. Diremos
que la génesis es un sistema relativamente determinado de transformaciones que
comportan una historia y conducen por tanto de manera continuada de un estado A
a un estado B, siendo el estado B más estable que el estado inicial sin dejar
por ello de constituir su prolongación. Ejemplo: la ontogénesis, en biología,
que desemboca en ese estado relativamente estable que es la edad adulta.
Historia Una vez definidos nuestros dos términos, me permitirán ahora dos
palabras muy rápidas acerca de la historia, ya que este estudio, que debe
esencialmente introducir una discusión, no puede agotar, ni mucho menos, el
conjunto de problemas que podría plantear la psicología de la inteligencia.
Estas pocas palabras son sin embargo necesarias, ya que hay que señalar que,
contrariamente a lo que ha demostrado tan profundamente Lucien Goldrnann en el
terreno sociológico, la psicología no arranca de sistemas iniciales, como los
de Hegel y Marx, no proviene de sistemas que ofrecían una relación inmediata
entre el aspecto estructural y el aspecto genético de los fenómenos. En
psicología y en biología, donde el uso de la dialéctica se ha introducido de
forma bastante tardía, las primeras teorías genéticas, y por tanto las que
primero se han referido al desarrollo, pueden ser calificadas de genetismo sin
estructuras. Es el caso, por ejemplo, en biología, del lamarckismo: para
Lamarck, en efecto, el organismo es indefinidamente plástico, modificado sin
cesar por las influencias del medio; no existen pues estructuras internas
invariables, ni siquiera estructuras internas capaces de resistir o de entrar
en interacción efectiva con las influencias del medio. En psicología,
encontramos, al principio, si no una influencia lámarckiana, al menos un estado
de espíritu perfectamente análogo al del evolucionismo bajo su forma primera.
Pienso, por ejemplo, en el asociacionismo de Spencer, Tame, Ribot, etc. Se trata
de la misma concepción, pero aplicada a la vida mental: la concepción de un
organismo plástico, modificado constantemente por el aprendizaje, por las
influencias exteriores, por el ejercicio o la "experiencia" en el
sentido empirista de la palabra. Por otra parte, encontramos todavía hoy esta
inspiración en las teorías americanas del aprendizaje, de acuerdo con las
cuales el organismo se modifica continuamente por las influencias del medio,
con la única excepción de ciertas estructuras innatas muy limitadas, que se
reducen de hecho a las necesidades instintivas: el resto es pura plasticidad,
sin verdadera estructuración. Después de esta primera fase, se asistió a un
cambio radical, en la dirección, esta vez, de un estructuralismo sin génesis.
En biología, el movimiento comenzó a partir de Weissmann y continuó con su
descendencia. En cierto sentido limitado, Weissmann vuelve a una especie de
preformismo: la evolución no es más que una apariencia o el resultado de la
mezcla de los genes, pero todo está determinado desde el interior por ciertas
estructuras no modificables bajo las influencias del medio. En filosofía, la
fenomenol9gía de Husserl, presentada como un antipsicologismo, conduce a una
intuición de las estructuras o de las esencias, independientemente de toda
génesis. Si recuerdo a Husserl aquí, es porque ha ejercido cierta influencia en
la historia de la psicología: fue en parte inspirador de la teoría de la
Gestalt. Dicha teoría es el tipo mismo de estructuralismo sin génesis, siendo
las estructuras permanentes e independientes del desarrollo. Ya sé que la
Gestalt Theorie ha suministrado concepciones e interpretaciones del desarrollo,
por ejemplo en el bello libro de Koffka sobre el crecimiento mental; para él,
sin embargo, el desarrollo está enteramente determinado por la maduración, es
decir, por la preformación que, a su vez, obedece a leyes de Gestalt, etc. La
génesis es también aquí secundaria y la perspectiva fundamental es preformista.
Después de recordar estas dos tendencias - génesis sin estructuras, estructuras
sin génesis ustedes esperan, claro está, que les presente la necesaria
síntesis: génesis y estructura. Sin embargo, si llego a esta conclusión, no es
por gusto de la simetría, como en una disertación de filosofía conforme con las
más sanas tradiciones. Me ha sido, por el contrario, impuesta esta conclusión
por el conjunto de los hechos que he recogido durante alrededor de cuarenta
años en mis estudios sobre la psicología del niño. Quiero subrayar que esta
larga encuesta ha sido llevada a cabo sin ninguna hipótesis previa sobre las
relaciones entre la génesis y la estructura. Durante largo tiempo, ni siquiera
reflexioné explícitamente acerca de tal problema, y no me ocupé de él sino
bastante tardíamente con ocasión de una comunicación a la Sociedad Francesa de
Filosofía, hacia 1949, en que tuve la oportunidad de exponer los resultados del
cálculo de lógica simbólica sobre el grupo de las cuatro transformaciones,
aplicado a las operaciones proposicionales, de las que más abajo hablaremos. Luego
de este exposé, Emile Bréhier, con su habitual profundidad, intervino para
decir que bajo esta forma no tenía inconveniente en aceptar una psicología
genética, puesto que las génesis de las que yo había hablado estaban siempre
apoyadas en estructuras y que, por consiguiente, la génesis estaba subordinada
a la estructura. A lo cual yo respondí que estaba de acuerdo, con la condición
de que fuera verdad la recíproca, ya que toda estructura presenta a su vez una
génesis, de acuerdo con una relación dialéctica, y que no hubiera primacía
absoluta de uno de los términos con respecto al otro Toda génesis parte de una
estructura y desemboca en una estructura Y ahora llegamos a mis tesis. Primera
tesis: toda génesis parte de una estructura y desemboca en otra estructura. Los
estados A y B de los que he hablado hace un momento en mis definiciones, son
pues siempre estructuras. Tomemos como ejemplo el grupo de las cuatro
transformaciones, que es un modelo muy significativo de estructura en el campo
de la inteligencia, y cuyo proceso de formación puede seguirse en los niños
entre 12 y 15 años. Antes de la edad de 12 años, el niño ignora -todá la lógica
de proposiciones; sólo conoce algunas formas elementales de lógica de clases
con, en calidad de reversibilidad, la forma de la "inversión", y de
lógica de relaciones con, en calidad de reversibilidad, la forma de la
"reciprocidad". Pero a partir de los 12 años vemos cómo se
constituye, y desemboca en su equilibrio en el momento de la adolescencia, hacia
los 14 o 15 años, una estructura nueva que reúne en un mismo sistema a las
inversiones y a las reciprocidades, y cuya influencia es muy notable en todos
los dominios de la inteligencia formal a este nivel: la estructura de un grupo
que presenta cuatro tipos de transformaciones, idéntica I, inversa N, recíproca
R y correlativa C. Tomemos como ejemplo trivial la implicación p implica q,
cuya inversa es p y no q, y la recíproca, q implica p. Ahora bien, sabido es
que la operación p y no q, reciprocada, nos dará: no p y q, que constituye la
inversa de q implica p, lo cual resulta ser por otra parte la correlativa de p
implica q, puesto que la correlativa se define por la permutación de los o y
los y (de las disyunciones y las conjunciones). Estarnos pues ante un grupo de
transformaciones, ya que por composición de dos en dos, cada una de estas
transformaciones N, R o C dan como resultado la tercera y que las tres a la vez
nos remiten a la transformación idéntica I. A saber NR. NC=R, CR-N y NRC=L Esta
estructura tiene un gran interés en psicología de la inteligencia, ya que
explica un problema que sin ella sería inexplicable: la aparición entre 12 y 15
años de una serie de esquemas operatorios nuevos de los que no es fácil
entender de dónde vienen y que, por otra parte, son contemporáneos, sin que
pueda verse de inmediato su parentesco. Por ejemplo, la noción de proporción en
matemáticas, que no se enseña hasta los 11-12 años (si fuera de comprensión más
precoz, seguramente la pondrían mucho antes en el programa). Segundo, la posibilidad
de razonar sobre dos sistemas de referencias a la vez el caso de un caracol que
avanza sobre un listón que a su vez es desplazado en otra dirección, o también
la comprensión de los sistemas de equilibrio físico (acción y reacción, etc.).
Esta estructura, que tomo como ejemplo, no cae del cielo, tiene una génesis.
Esta génesis, es interesante volver a trazaría. Se reconocen, en la estructura,
las formas de reversibilidad distintas y ambas muy dignas de ser observadas:
por otra parte, la inversión que es la negación, y por otra parte la
reciprocidad, que ya es algo muy distinto. En un doble sistema de referencias,
por ejemplo, la operación inversa marcará la vuelta al punto de partida en el
listón, mientras que la reciprocidad se traducirá por una compensación debida
al movimiento del listón con relación a las referencias exteriores a él. Ahora
bien, esta reversibilidad por inversión y esta reversibilidad por reciprocidad
están unidas en un solo sistema total, mientras que, para el niño de menos de
12 años, si bien es cierto que ambas formas de reversibilidad existen, cada una
de ellas está aislada. Un niño de siete años es capaz ya de operaciones
lógicas; pero son operaciones que llamaré concretas, que se refieren a objetos
y no a proposiciones. Estas operaciones concretas son operaciones de clases y
de relaciones, pero no agotan toda la lógica de clases y de relaciones. Al
analizarlas, se descubre que las operaciones de clases suponen la
reversibilidad por inversión, + a - a = O, y que las operaciones de relaciones
suponen la reversibilidad por reciprocidad. Dos sistemas paralelos pero sin
relaciones entre sí, mientras que con el grupo INRC acaban fusionándose en un
todo. Esta estructura, que aparece hacia los 12 años, viene pues preparada por
estructuras más elementales, que no presentan el mismo carácter de estructura
total, sino caracteres parciales que habrán de sintetizarse más tarde en una
estructura final. Estos agrupamientos de clases o de relaciones, cuya
utilización por parte del niño entre los 7 y los 12 años puede analizarse,
vienen a su vez preparados por estructuras aún más elementales y todavía no
lógicas, sino prelógicas, bajo forma de intuiciones articuladas, de
regulaciones representativas, que no presentan sino una semireversibilidad. La génesis
de estas estructuras nos remite al nivel sénsorio-motor que es anterior al
lenguaje y en el que se encuentra ya una estructuración bajo forma de
constitución del espacio, de grupos de desplazamiento, de objetos permanentes,
etc. (estructuración que puede considerarse como el punto de partida de toda la
lógica ulterior). Dicho de otro modo, cada vez que nos ocupamos de una
estructura en psicología de la inteligencia, podemos volver a trazar su génesis
a partir de otras estructuras más elementales, que no constituyen en sí mismas
comienzos absolutos, sino que derivan, por una génesis anterior, de estructuras
aún más elementales, y así sucesivamente hasta el infinito. Digo hasta el
infito, pero el psicólogo se detendrá en el nacimiento, se detendrá en lo
sensoriomotor, y a ese nivel se plantea, claro está, todo el problema
biológico. Porque las estructuras nerviosas tienen, también ellas, su génesis,
y así sucesivamente Toda estructura tiene una génesis Segunda tesis: he dicho
hasta aquí que toda génesis parte de una estructura y desemboca en otra
estructura. Pero recíprocamente, toda estructura tiene una génesis. Ven ustedes
inmediatamente, por lo que hasta aquí se ha expuesto, que esta reciprocidad se
impone al analizar tales estructuras. El resultado más claro de nuestras
investigaciones en el campo de la psicología de la inteligencia, es que las
estructuras, incluso las más necesarias, en el espíritu adulto, tales como las
estructuras lógico-matemáticas, no son innatas en el niño: se van construyendo
poco a poco. Estructuras tan fundamentales como las. de la transitividad, por
ejemplo, o la de inclusión (que implica que una clase total contenga más
elementos que la subclase encajada en ella), de la conmutabilidad de las sumas
elementales, etc., todas esas verdades que son para nosotros evidencias
absolutamente necesarias, se construyen poco a poco en el niño. Esto ocurre
incluso con las correspondencias bi-unívocas y recíprocas, de la conservación
de los conjuntos, cuando se modifica la disposición espacial de sus elementos,
etc.. No hay estructuras innatas: toda estructura supone una construcción.
Todas esas construcciones se remontan paso a paso a estructuras anteriores que
nos remiten finalmente, como decíamos más arriba, al problema biológico. En una
palabra, génesis y estructura son indisociables. Son indisociables
temporalmente, es decir, que si estamos en presencia de una estructura en el
punto de partida, y de otra estructura más compleja, en el punto de llegada,
entre ambas se sitúa necesariamente un proceso de construcción, que es la
génesis. No encontramos pues jamás la una sin la otra: pero tampoco se alcanzan
ambas en el mismo momento, puesto que la génesis es el paso de un estado
anterior a un estado ulterior ¿cómo concebir entonces de una manera más intima
esa relación entre estructura y génesis? Aquí es donde voy a volver sobre la
hipótesis del equilibrio que ayer lancé imprudentemente en la discusión y que
dio lugar a reacciones diversas. Hoy espero justificarla un poco mejor en esta
exposición El equilibrio Ante todo, ¿a qué llamaremos equilibrio en el terreno
psicológico? Hay que desconfiar en psicología de las palabras que se han tomado
prestadas de otras disciplinas, mucho más precisas que ella, y que pueden dar
la ilusión de la precisión si no se definen cuidadosamente los conceptos, para
no decir demasiado o para no decir cosas incomprobables. Para definir el
equilibrio, tomaré tres caracteres. Primero, el equilibrio se caracteriza por
su estabilidad. Pero observemos en seguida que estabilidad no significa
inmovilidad. Como es sabido, hay en química y en física equilibrios móviles
caracterizados por transformaciones en sentido contrario, pero que se compensan
de forma estable. La noción de movilidad no es pues contradictoria con la noción
de estabilidad: el equilibrio puede ser móvil y estable. En el campo de la
inteligencia tenemos una gran necesidad de esa noción de equilibrio móvil. Un
sistema operatorio será, por ejemplo, un sistema de acciones, una serie de
operaciones esencialmente móviles, pero que pueden ser estables en el sentido
de que la estructura que las determina no se modificará ya más una vez
constituida. Segundo carácter: todo sistema puede sufrir perturbaciones
exteriores que tienden a modificarlo. Diremos que existe equilibrio cuando
estas perturbaciones exteriores están compensadas por acciones del sujeto,
orientadas en el sentido de la compensación. La idea de compensación me parece
fundamental y creo que es la más general para definir el equilibrio
psicológico. Por último, tercer punto en el cual me gustaría insistir: el
equilibrio así definido no es algo pasivo sino, por el contrario, una cosa
esencialmente activa. Es precisa una actividad tanto mayor cuanto mayor sea el
equilibrio. Es muy difícil conservar un equilibrio desde el punto de vista
mental. El equilibrio moral de una personalidad supone una fuerza de carácter
para resistir a las perturbaciones, para conservar los valores a los que se
está apegado, etc. Equilibrio es sinónimo de actividad. El caso de la inteligencia
es el mismo. Una estructura está equilibrada en la medida en que un individuo
sea lo suficientemente activo como para oponer a todas las perturbaciones
compensaciones exteriores. Estas últimas acabarán, por otra parte, siendo
anticipadas por el pensamiento. Gracias al juego de las operaciones, puede
siempre a la vez anticiparse las perturbaciones posibles y compensarías
mediante las operaciones inversas o las operaciones recíprocas. Así definida,
la noción de equilibrio parece tener un valor particular suficiente como para
permitir la síntesis entre génesis y estructura, y ello justamente en cuanto la
noción de equilibrio engloba a las de compensación y actividad. Ahora bien, si
consideramos una estructura de la inteligencia, una estructura lógico-matemática
cualquiera (una estructura de lógica pura, de clase, de clasificación, de
relación, etc., o una operación proposicional), hallaremos en ella ante todo,
claro está, la actividad, ya que se trata de operaciones, porque encontramos en
ellas sobre todo el carácter fundamental de las estructuras lógico-matemáticas
que es el de ser reversibles. Una transformación lógica, en efecto, puede
siempre ser invertida por una transformación en sentido contrario, o bien
reciprocada por una transformación recíproca. Pero esta reversibilidad, se ve
inmediatamente, está muy cerca de lo que llamábamos hace un momento
compensación en el terreno del equilibrio. Sin embargo, se trata de dos
realidades distintas. Cuando nos ocupamos de un análisis psicológico, se trata
siempre para nosotros de conciliar dos sistemas, el de la consciencia y el del
comportamiento o de la psicofisiologia. En el plano de la consciencia, estamos
ante unas implicaciones, en el plano del comportamiento o psicofisiología,
estamos ante unas series casuales. Diría que la reversibilidad de las
operaciones, de las estructuras lógico-matemáticas, constituye lo propio de las
estructuras en el plano de la implicación, pero que, para comprender cómo la
génesis desemboca en esas estructuras, tenemos que recurrir al lenguaje causal.
Entonces es cuando aparece la noción de equilibrio en el sentido en que la he
definido, como un sistema de compensaciones progresivas; cuando estas
compensaciones son alcanzadas, es decir, cuando el equilibrio es obtenido, la
estructura está constituida en su misma reversibilidad. Ejemplo de estructura
lógico matemática Para aclarar las cosas, tomemos un ejemplo enteramente
trivial de estructura lógico matemática. Lo tomo de una de las experiencias
corrientes que hacemos en psicología infantil: la conservación de la materia de
una bola de arcilla sometida a cierto número de transformaciones. Se presentan
al niño dos bolas de arcilla de las mismas dimensiones, y luego se alarga una
de ellas en forma de salchicha. Entonces se pregunta al niño si ambas presentan
todavía la misma cantidad de arcilla. Sabemos por numerosas experiencias que,
al principio, el niño no admite esta conservación de la materia: se imagina que
hay más en la salchicha porque es más larga, o que hay menos porque es más
delgada. Habrá que esperar, por término medio, hasta los. 7 u 8 años para que
admita que la cantidad de materia no ha cambiado, un tiempo un poco más largo
para llegar a la conservación del peso, y por último, hasta los 11-12 años,
para la conservación del volumen. Ahora bien, la conservación de la materia es
una estructura, o por lo menos un índice de estructura, que descansa,
evidentemente, en todo un agrupamiento operatorio más complejo, pero cuya
reversibilidad se traduce por esa conservación, expresión misma de las
compensaciones que intervienen en las operaciones. ¿De dónde viene esta
estructura? Las teorías corrientes del desarrollo, de la génesis, en psicología
de la inteligencia, invocan ora uno ora otro, o simultáneamente tres factores,
de los cuales el primero es la maduración - por lo tanto, un factor interno,
estructural, pero hereditario -; el segundo, la influencia del medio físico, de
la experiencia o del ejercicio; el tercero, la transmisión social. Veamos lo
que valen estos tres factores en el caso de nuestra bolita de pasta para
modelar. Primero, la maduración. Es evidente que tiene su importancia, pero
está muy lejos de bastarnos para resolver nuestro problema. La prueba es que el
acceso a la conservación no se produce a la misma edad en los diversos medios.
Una de mis estudiantes, de origen iraní, dedica su tesis a experiencias
diferentes hechas en Teherán y en el campo de su país. En Teherán, encuentra
aproximadamente las mismas edades que en Ginebra o en París; en el campo,
observa un retraso considerable. Por consiguiente, no se trata tan sólo de un
problema de maduración; hay que considerar asimismo el medio social, el
ejercicio, la experiencia. segundo factor: la experiencia física. Tiene
ciertamente su importancia. A fuerza de manipular los objetos, se llega, no lo
dudo, a nociones de conservación Pero en el terreno concreto de la conservación
de la materia, veo, sin embargo, dos dificultades. En primer lugar, esa materia
que presuntamente se conserva para el niño antes que el peso y el volumen, es
una realidad que no se puede percibir ni medir. ¿Qué es una cantidad de materia
cuyo peso y cuyo volumen varían? No es nada accesible a los sentidos: es la
substancia. Es interesante ver que el nifio empieza por la substancia, como los
Presocráticos, antes de llegar a conservaciones comprobables por la medida. En
efecto, esta conservación de la substancia es la de una forma vacía. Nada la
apoya desde el punto de vista de la medida o de la percepción posibles. No veo
cómo la experiencia habría podido imponer la idea de la conservación de la
substancia antes que las del peso y el volumen. Es, pues, una noción exigida
por' una estructuración lógica, mucho más que por la experiencia y, en todo
caso, no es debida a la experiencia como factor único. Por otra parte, hemos
hecho experiencias de aprendizaje, por el método de la lectura de los
resultados. Pueden acelerar el proceso; son importantes para introducir de
fuera una nueva estructura lógica. Tercer factor: la 'transmisión social.
También ella, claro está, tiene una importancia capital, pero si bien
constituye una condición necesaria, no es tampoco suficiente. Observemos en
primer lugar que la conservación no se enseña; los pedagogos no sospechan
siquiera en general que haya lugar para enseñarla a los niños pequeños; luego,
cuando se transmite un conocimiento al niño, la experiencia demuestra que, o
bien permanece como letra muerta, ó bien, si es comprendida, sufre una
reestructuración. Ahora bien, esta reestructuración exige una lógica interna. Diré,
pues, en conclusión, que cada uno de estos tres factores tiene su papel, pero
que ninguno de ellos basta. Estudió de un caso particular Aquí en donde haré
intervenir el equilibrio o equilibramiento. Para dar un contenido más concreto
a lo que no es hasta ahora sino una palabra abstracta, me gustaría considerar
un modelo preciso que no puede ser, en nuestro caso particular, más que un
modelo probabilista, y que les mostrará a ustedes cómo el sujeto pasa
progresivamente de un estado de equilibrio inestable a un estado de equilibrio
cada vez más estable hasta alcanzar la compensación completa que caracteriza al
equilibrio. Utilizaré - porque quizás, es sugestivo - el lenguaje de la teoría
de los juegos. Podemos distinguir, en efecto, en el desarrollo de la
inteligencia, cuatro fases a las que, de acuerdo con este lenguaje, podemos dar
el nombre de fases de "estrategia". La primera es la más probable en
el punto de partida; la segunda se convierte en la más probable en función de
los resultados de la primera, pero no loes desde el punto de partida; la
tercera se convierte más probable en función de la segunda, pero que ella; y
así sucesivamente. Se trata, pues, de una probabilidad secuencial. Al estudiar
las reacciones de niños de distintas edades, puede observarse que, en una
primera fase, el niño no utiliza más que una sola dimensión. El niño dirá:
"Hay más arcilla aquí que allí, porque es más grande, es más largo."
Si alargamos más la salchicha, dirá: "Hay aún más, porque es más largo."
Al alargarse, el pedazo de arcilla se adelgaza naturalmente, pero el niño no
considera todavía más que una sola dimensión y desprecia totalmente la otra.
Algunos niños, es cierto, se refieren al espesor, pero son menos numerosos.
Dirán: "Hay menos, porque es más delgado; hay menos aún porque todavía es
más delgado", pero olvidarán la longitud. En ambos casos, se ignora la
conservación y el niño se atiene a una sola dimensión, sea una, sea otra, pero
nunca ambas a la vez. Creo que esta primera fase es la más probable al principio.
¿Por qué? Si tratamos de cuantificar, diré, por ejemplo (arbitrariamente), que
la longitud nos da una probabilidad de 0,7, suponiendo que haya siete casos de
cada diez que invoquen la longitud y que, para el espesor, encontremos tres
casos, a saber, una probabiIidad de 0,3. Pero, desde el momento en que el niño
razona sobre uno de los casos y no sobre el otro, y, por lo tanto, los cree
independientes, la probabilidad de ambos a la vez será de 0,21, o en todo caso
intermediario entre 0,21 y 0,3 ó 0,21 y 0,7. Dos a la vez es más difícil que
uno solo. La reacción más probable al principio es, pues, el centramiento en
una sola dimensión Examinemos ahora la segunda fase. El niño invertirá su
juicio. Tomemos un niño que razona sobre la longitud. Dice: "Es más grande
porque es más largo." Pero es probable - no digo al principio, sino en
función de esta primera fase - que en un momento dado adopte una actitud
inversa, y ello por dos razones. En primer lugar, por un motivo de contraste
perceptivo. Si continuamos alargando la bola hasta convertirla en un fideo, el
niño acabará por decir: "¡Ah, no!, ahora hay menos porque es demasiado
delgado..." Se convierte, pues, en sensible para esa delgadez que hasta
ahora había despreciado. La había percibido, no cabe duda, pero la había
despreciado conceptualmente. El segundo motivo es una insatisfacción subjetiva.
A fuerza de repetir todo el rato: "Hay más porque es más largo...",
el niño comienza a dudar de sí mismo. Es como el sabio que comienza a dudar de
una teoría cuando se aplica con demasiada facilidad a todos los casos. El niño
tendrá más dudas al llegar a la décima afirmación que en el momento de la
primera o la segunda. Y por estas dos razones conjuntas, es muy probable que en
un momento dado renuncie a considerar la longitud y razone sobre el espesor.
Pero, a ese nivel del proceso, el niño razona sobre el espesor como lo había
hecho con la longitud. Se olvida de la longitud y continúa no considerando más
que una sola dimensión. Esta segunda fase es más corta, claro está, que la
primera, reduciéndose a veces a algunos minutos, pero en casos bastante raros.
Tercera fase: el niño razonará sobre ambas dimensiones a la vez. Pero antes
oscilará entre ambas. Puesto que hasta aquí ha invocado ora la longitud ora el
espesor, cuantas veces se le presente un nuevo dispositivo y transformemos la
forma de nuestra bola, habrá de elegir ora el espesor, ora la longitud. Dirá:
"No sé, es más, porque es más largo... no, es más delgado, entonces es que
hay un poco menos..." Lo cual le conducirá - y se trata todavía aquí de
una probabilidad no a priori, sino secuencial, en función de esta situación
concreta -a descubrir la solidaridad entre ambas transformaciones. Descubre
que, a medida que la bola se alarga, se hace más delgada, y que toda
transformación de la longitud comporta una transformación del espesor, y
recíprocamente. A partir de ahí, el niño empieza a razonar sobre
transformaciones, mientras que hasta ahora sólo habla razonado sobre
configuraciones, primero la de la bolita, luego la de la salchicha,
independientemente una de otra. Pero a partir del momento en que razone sobre
la longitud y el espesor a la vez, y, por consiguiente, sobre la solidaridad de
las dos variables, empezará a razonar con la idea de transformación. Habrá de
descubrir, por lo tanto, que las dos variaciones son en sentido inverso una de
otra: que a medida que "eso" se alarga, "eso" se adelgaza,
o que a medida que "eso" se hace más espeso, "eso" se
acorta. Es decir, que el niño entra en la vía de la compensación. Una vez
entrado en esa vía, la estructura habrá de cristalizar puesto que es la misma
pasta la que acabamos de transformar sin añadir nada, ni quitar nada, y que se
transforma en dos dimensiones, pero en sentido inverso una de otra, entonces
todo lo que la bola pueda ganar en longitud, lo perderá en espesor, y
recíprocamente. El niño se encuentra ahora ante un sistema reversible, y hemos
llegado a la cuarta fase. Ahora bien, no olvidemos que se trata de un
equilibramiento progresivo y - insisto en este punto - de un equilibramiento
que no está preformado. El segundo o el tercer estadio sólo se convierte en
probable en función del estadio que inmediatamente le precede, y no en función
del punto de partida. Estamos, pues, ante un proceso de probabilidad secuencial
y que desemboca finalmente en una necesidad, pero únicamente cuando el niño
adquiere la comprensión de la compensación y cuando el equilibrio se traduce
directamente por ese sistema de implicación que antes he llamado la
reversibilidad. A este nivel de equilibrio, el niño alcanza una estabilidad,
dado que ya no tiene razón alguna para negar la conservación; pero esta
estructura habrá de integrarse tarde o temprano, claro está, en sistemas
ulteriores más complejos. Así es como, a mi entender, puede una estructura
extratemporal nacer de un proceso temporal. En la génesis temporal, las etapas
no obedecen más que a probabilidades crecientes que están todas determinadas
por un orden de sucesión temporal, pero una vez equilibrada y cristalizada, la
estructura se impone con carácter de necesidad a la mente del sujeto; esta
necesidad es la marca del perfeccionamiento de la estructura, que entonces se
convierte en intemporal. Uso deliberadamente estos términos que pueden parecer
contradictorios puedo decir, si ustedes lo prefieren, que llegamos a una
especie de necesidad a priori, pero un a priori que no se constituye hasta el
final, y no al principio, a título de resultado y no a título de fuente, y que,
por tanto, no toma de la idea apriorista sino el concepto de necesidad y no el
de preformación.
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